De entre los numerosos elementos que
conforman la diversidad de razas caninas, es posible encontrar en alguna
ocasión, algún perro dotado de una inteligencia más que apreciable; otros
parecen resignados a formar parte del montón, mientras que la mayoría se
empeñan en demostrar, siempre que pueden, sus altas dosis de estupidez. No
tengo nada en contra de los perros, es una apreciación totalmente subjetiva por
lo que he experimentado mientras caminaba hoy.
Andaba yo, como digo, echando unos pasos
por los caminos de la huerta noveldense al ritmo de la novena sinfonía de
Beethoven, con el sol haciéndome guiños, ora asomando parcialmente, ora
escondiéndose entre las blancas, grises y algunas oscuras esparcidas nubes; y
con el viento fresco y agradable acariciando y revitalizando mi piel. La música
que sube de intensidad en el segundo movimiento, hace que mis pies se dejen
llevar y aceleren el ritmo hasta hacerme entrar en calor.
Entre bancales yermos, viñas abandonadas,
parcelas con casitas y algún que otro lujoso chalet, recorro el camino que se
presenta ante mí, pasando incluso por algún que otro bancal en el que las cepas
cuidan todavía con mimo el preciado fruto de su cosecha, protegido hasta su
recolección por el “saquito de papel” característico de la zona, que además de
proteger, hace madurar más lentamente la uva, haciéndola llegar hasta el Año
Nuevo. En todo ello distraía la mirada hasta que, a buen ritmo, me voy
acercando a una valla, paralela al camino, y tupida completamente de setos. De
entre dos de ellos, por un hueco hecho a fuerza de asomar un can cabeza y lomo,
aparece súbitamente, sin previo aviso de ruidos de matorrales al moverse, profiriendo
infernales ladridos como si hubiera visto al mismísimo “Cerbero”, la cabeza
blanca de un perro del que no distingo la raza. Reconozco que el susto que me
da me hace dar un salto hacía el centro del camino. Algo cabreado, me acerco a
medio metro de él y le gruño en su
hocico, cosa que lo saca todavía más de quicio; y mientras me sigue ladrando
encolerizado, yo sigo mi camino sin hacerle más caso. Claro que el animal no
tiene la suficiente inteligencia para distinguir si mi presencia constituye algún
peligro para él, para su territorio o para su amo. Estoy convencido que el
pobre no pretendía ni asustarme ni atacarme, únicamente saca a relucir su
instinto de defensa. De no mediar valla de por medio, seguro que ni yo hubiera
osado desafiarlo ni él se hubiera mostrado tan hostil.
Abstraído de nuevo en la música y con el
coro ya incorporado a la misma en el quinto movimiento, casi no me doy cuenta
ni de que camino, aunque unos cientos de metros más adelante reparo en la
existencia de otra valla de similares características a la anterior. Prevenido,
la abordo con precaución, pasando a algo más de un metro de distancia de ella. Es
raro, pienso, que no haya ningún perro al otro lado custodiando la propiedad. Casi
al final de la misma, inmóvil, de color marrón oscuro con manchas más oscuras
en la piel y el hocico negro, con la fría mirada fija en mí, consigo distinguir
la figura camuflada entre los setos de un perro fuerte no demasiado grande, un
boxer (a éste sí que lo conozco). Su único movimiento consiste en girar la
cabeza a mi paso para no perderme de vista. Ni él me ladra ni a mí se me ocurre
desafiarlo. De no estar separados por la valla, igual el comportamiento de
ambos hubiera sido totalmente distinto. Su seriedad y majestuosidad impone, y
una vez paso a su altura y lo supero, dándole la espalda, ya no se me ocurre ni
siquiera mirar hacia atrás. Seguro que su instinto le hace sentirse muy
superior a mí, o a lo mejor es más inteligente que el otro e intuye que mi
presencia no supone ningún peligro ni para él, ni para su territorio, ni para su
amo.
Es curioso que sin dejar de caminar y
escuchar la música al mismo tiempo, me invade la sensación de encontrar
similitudes en el comportamiento de los perros y de las personas. Algunas
personas, sin dejar de hablar, hablar e incluso gritar y gritar, no hacen o no
consiguen hacer nada de lo que pregonan; mientras que otras, sin abrir la boca
y sin que en el rostro se le aprecie el más mínimo gesto, sean capaces de amedrentar
y de apretar cada vez más el imaginario nudo de la cuerda con la que han
anudado a conciencia nuestro cuello, hasta apenas dejarnos respirar a
resuellos.
Suerte que el coro entona ya la
“Oda a la Alegría”
y mis pies pisan ya las aceras de la ciudad. Me quedo con la música.
Adiós.
Luis Fernando Berenguer Sánchez.
12 de octubre de 2012.
He tenido la sensación de dar tus mismos pasos.
ResponderEliminar¡Enhorabuena!
El comentario que haces al final es muy agudo y,
por desgracia, muy frecuente.