sábado, 30 de junio de 2012

Querencias


Una cálida mirada y una cómplice sonrisa son suficientes para establecer un lazo invisible entre un niño y una persona adulta. Suaves susurros que embelesan contribuyen a forjar una complicidad mutua distinta de cualquier otra relación afectiva. Es la querencia. Porque los niños la tienen. Una querencia cariñosa y agradecida, fruto del sutil trato con el que se les obsequia, sin agobiarlos, dejándoles hacer y estando atentos para acudir prestos y amables a su reclamo.

El niño es listo, el niño ya conoce, y sobre todo, el niño elige. Elige la dulzura, atención y firmeza paternales. Elige la bondad y el consentimiento casi absoluto de sus abuelos. Elige la ternura de sus tíos. Incluso elige, cuando la necesita, a aquella persona que le pueda proporcionar algo tan sencillo y a la vez tan complicado como es paz.

El hermano, algo mayor, también tiene querencia cuando necesita algo o a alguien. Y también elige. Elige a otros niños, si los hay, para jugar y corretear, incluso para hacer travesuras. Pero también sabe elegir a quien le sepa hablar y escuchar, a quien sea capaz de quitarse de encima cuantos años hagan falta para que establezca con él un diálogo de tú a tú. Elige a quien le entienda y explique, que sea paciente, que le siga la corriente. Elige a quién, en un simple paseo por el monte, vaya hablando con él, respondiendo al aluvión de sus preguntas de la forma más entendible posible, argumentando una y otra vez cada una de las respuestas.

Siempre se gana al niño con la palabra, la más eficaz de las armas. Es posible que a veces el niño se rebele, no atienda a razones, y se enfade, y grite, y llore, y lance por los aires los anillos de boda de sus tíos, o que haga mención de pegar a su hermano por una simple cuestión de celos; pero siempre sucumbirá al extraordinario poder de una firme palabra cuando sea necesaria.

Pero los niños se cansan. Después de demasiadas horas incumpliendo horarios y costumbres rutinarias, asediado por conocidos y desconocidos, agasajado por todos, harto de buscar lo inencontrable, de deambular sin rumbo fijo a su libre albedrío, el niño necesita un respiro. Ha rebasado su límite, y de la forma en que lo hace casi todo, con arrolladora independencia, es capaz de buscar y elegir a quien le entienda, y entonces, se deja llevar, se deja hacer, y una siesta tardía le sobrevendrá mansamente. Aunque no sea largo el descanso, será suficiente para devolverle el perdido aliento.

Al despertar alguien le coge en brazos. Todavía somnoliento, descubre una cara conocida que le obsequia con una cómplice sonrisa. El niño responde con una cándida mirada y para no romper el hechizo, queda embelesado por unos susurros tiernos.

Para el hermano mayor, la suerte está echada. Para él no hubo descanso. Hace ya tiempo que rebasó su límite, y ya se sabe, un niño cansado es ingobernable. No entiende, no escucha, no razona. El propio cansancio le desconcierta y no sabe reaccionar ante él. Siempre fue así, y esta no iba a ser una excepción. Alguien tendrá que levar anclas en retirada, y esta vez le tocó a su padre. Otras veces le tocó a su madre y algunas otras a los dos. ¿A quién les iba a tocar? Es la mayor de las querencias, pero sobre todo es la responsabilidad.


Luis Fernando Berenguer Sánchez.
30/06/201

1 comentario:

  1. Es un relato precioso que habla de las grandes verdades de los niños:transmiten una sensibilidad especial, hay que entenderlos y no agotarlos...¡Felicidades!

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