Adela
siempre tuvo una buena relación con su marido, basada sobre todo en la
sinceridad y el respeto mutuo. No obstante, como en todas las parejas, surgían
de vez en cuando pequeñas desavenencias que desembocaban en una pequeña
discusión que no trascendía en la relación. Sin embargo, aquel día ocurrió algo
distinto, la discusión provocó en su marido una reacción inhabitual. Javier
comenzó a levantar la voz y a gesticular como no lo había hecho nunca antes. En
un momento de ira no contenida, levantó la mano y quedó, al instante, mudo y
petrificado. Avergonzado, intentó en vano pedir disculpas a su mujer, que
desconcertada, no acertaba a pronunciar palabra. Javier tenía que irse a
trabajar en el turno de noche como policía local de su ciudad, y al marcharse,
dio un beso en la mejilla a su mujer, que aceptó con dejadez.
Como
había hecho en otras ocasiones, Adela llamó a su buen amigo Carlos, que se
había separado unos meses antes, para contarle lo ocurrido. Adela y Carlos
mantenían desde jóvenes una íntima amistad que nunca traspasó los límites del
alma, nunca llegó a ser carnal. Ambos eran amigos y confidentes, recibían y se
daban consejos mutuos; y hasta que Carlos se separó, las dos parejas solían
salir juntas a cenar y tomar alguna copa, incluso compartían de vez en cuando
las vacaciones.
Adela
no quiso contarle por teléfono a Carlos lo ocurrido, y le pidió por favor que
se vieran para poder transmitirle con tranquilidad lo que sentía y pedirle
consejo al respecto. Él aceptó.
Adela
rebuscó en su armario y eligió un vestido azulón ceñido, con falda por encima
de la rodilla y un generoso escote, difícil de sortear para los ojos que la
miraran. El maquillaje, el carmín de labios, el rímel y la sombra de ojos,
discretamente aplicados, junto con la media melena morena, suelta y lisa,
realzaban su belleza.
A
Carlos le sorprendió encontrarla tan elegante un una apartada mesa de aquel
selecto “pub”, con música country de fondo, apenas perceptible, que facilitaba
la conversación. Entre sorbos de dos “gin-tonics”, y algo nerviosa, Adela
empezó a desnudar su alma ante su fiel amigo, que la escuchaba entre indignado
y perplejo. Alguna que otra lágrima arrastró parte del rímel dibujándole una
ligera sombra oscura sobre la mejilla derecha. Allí estuvieron algo más de una
hora, en la que tomaron otra copa más y en la que la desazón de Adela se fue
transformando en tranquilidad y desenfado. En los anchos vasos apenas quedaban
restos de los cubitos de hielo. Entre risas y una cierta embriaguez, Adela iba
acercando su butaca a la de Carlos, le ponía distraída la mano sobre el brazo e
incluso le agradeció su amistad dándole un beso en la mejilla. Aprovechando el
impulso de una carcajada, ella apoyó su cabeza sobre el hombro de él, que se
dejó y al tiempo le pasó el brazo por la espalda, cogiéndola del hombro y
dándole un suave beso en la frente.
Era
tarde, y Adela sugirió a Carlos que la acompañara paseando hasta su casa, que
quedaba a tres manzanas de allí. Recorrieron el trayecto en absoluto silencio,
abstraídos ambos en sus pensamientos, digiriendo lo que se habían contado y lo
que habían hecho. La luna, en cuarto menguante, les miraba con un solo ojo,
recelosa de la traición que podrían cometer a la amistad. En el portal, ella
abrió la puerta, abrazó a Carlos, le besó y lo arrastró al interior de la casa,
cerrando la puerta con un puntapié.
Abrazados,
entre besos y torpes pasos, se dirigían a la habitación. A medio pasillo, un
sudor frío y un gemido ahogado, despertaron a Carlos… Por nada del mundo, pensó
sudoroso, traicionaría tan leal amistad.
A la
mañana siguiente, Adela llamó a la mujer de Carlos, charlaron un rato, y como
casi todos los sábados, quedaron para salir a cenar y tomar una copa con sus
maridos…
Luis Fernando Berenguer Sánchez
29/04/2012
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