Fue niña, morena y con abundante pelo. En
su momento vino a colmar de felicidad a toda su familia, pero sobre todo a sus
padres. Luego vendrían dos hermanos gemelos más que acabaron de llenar el
espacio familiar, de hacer rebosar la satisfacción de padres y demás
familiares; y sobre todo, de ocupar todo el tiempo de su madre.
No la conocí hasta que estaba a punto de
cumplir tres años. Siguió morena, se convirtió en la princesa de la familia, se
hizo cariñosa, le gustaba disfrazarse y hacer de artista; y se hizo guapa y las
comisuras de sus labios tuvieron que estirarse para dar cabida a su incipiente
sonrisa.
Su primer concierto de música, con cinco
años, lo pasó la mayor parte del tiempo sobre mis hombros, actuaba Mecano. No
recuerdo mucho del concierto, pero sí de mis hombros. Se convirtió, cada vez
que la veía, en guardián de mis furtivas escapadas por la sierra del Cid con mi
novia, su tía. Fue testigo de mi enamoramiento.
La vi crecer. En mi boda estuvo allí,
rebosante de alegría, de gozo, vestida para la ocasión con su traje de comunión,
portando, sonrisa en rostro, los anillos que sellarían mi matrimonio. La
sonrisa ya no se le borró nunca más de su cara.

Y conoció a un chico y se enamoró. No podía
ser de otra manera. El chico, educado, cortés, sencillo, humilde. Seguro que
ella lo buscó también con sonrisa. O quizá, el quedó cautivo y contagiado de la
sonrisa de ella.
Y se casaron. ¡Ah, eso sí!, se casaron como
ellos quisieron, haciendo gala de una personalidad y de una sensatez dignas de
admiración. Madre y abuela, abuela y madre, sufrieron un cierto descontento,
que creo que superaron mucho antes de la celebración, en la que iba radiante. Y
me concedieron el privilegio de conducirles en el coche de novios, una vez casados,
hasta el salón de bodas en el que celebramos el acontecimiento.
Y llegó el día de la procreación. Pero
antes del alba, un escalofrío atormentó sus pensamientos y el de todos aquellos
que los queremos. Fue un chaparrón. El desánimo pudo con todos nosotros, pero
no con ellos. Me impresionó verlos a los dos, cuando las alcantarillas se
tragaron las últimas gotas de agua, con las sonrisas más grandes que he visto
en mi vida (sus sentimientos recorrían sus venas y llegaban al corazón, pero no
se exteriorizaban).
Pero el día volvió a llegar. Esta vez sí. El
corazón ya se oyó latir en su vientre. Una de sus tías fue la afortunada de experimentar
con ella la emoción de escuchar los primeros latidos del nuevo ser. Dice su tío
Pepe el de Málaga que “va a zer niño, porque en la ecografía ze le ve una picha
azí”.
Seguro que en los próximos meses, cuando
tenga que salir y su padre esté presente, lo primero que saldrá y su padre
verá, será la sonrisa más grande que nunca antes ha visto la humanidad.
Enhorabona Marisa y enhorabona Ignasi.
Luis Fernando Berenguer Sánchez.
Novelda, 5 de agosto de 2007.
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