Amanece cada día entre alegrías y
tristezas. Nada ni nadie lo propicia ni lo impide. Amanece porque tiene que
amanecer, porque la tierra rota sobre sí misma en torno a un imaginario eje que
hace que, cada veinticuatro horas y algunos segundos, el sol vuelva a
regalarnos su impagable luz; a no ser que esté nublado y sus rayos se vean
obligados a atravesar el manto de nubes para iluminar sin brillo el día.
A partir de esa innegable certeza ya nada más
depende de uno mismo. Puesto el pie en tierra al despertar (cada uno que ponga
primero el que quiera), y planificado el día según las obligaciones u
ociosidades que a cada cual le aten o distraigan, siempre podrá interferir o no
el elemento imprevisible.
Todo pinta bien, las obligaciones han sido
cumplidas según lo previsto, y es entonces cuando entran en escena el resto de
actividades que han de satisfacer las inquietudes personales que a cada uno le
agraden, distraigan o entretengan. En esas estamos esperando, ilusionados y en
connivencia, el momento de sorprender al pilar fundamental de la familia. Aquella
que con más fuerza tira del carro, que no se queja, que nos demuestra a cada
minuto lo mucho que nos quiere, la que nos achucha a la menor ocasión, la que
siempre está pendiente de nosotros, la que sufre en silencio y comparte alegrías.
El plan, perfectamente elaborado y
mantenido en secreto durante bastantes días por todos los miembros de la unidad
familiar, era perfecto. Ni la más mínima sospecha de que algo fuera a ocurrir
pasaba por su imaginación. El día se prestaba para ello. Había sido difícil
encontrar el momento en que todos pudiéramos coincidir a la hora de cenar. Viernes,
siete de diciembre, a las nueve y media de la noche. Nosotros, ella y yo, estaríamos
desarrollando nuestra labor preferida en las tardes de invierno cuando ya la
luz del sol empieza a declinar, cada uno con su sitio fijo en el sofá, tapados
con la falda de la mesa camilla y el brasero calentando a fuego lento. Brincando
entre ordenador, televisión, libro o conversación; o como es ahora el caso, sin
televisión y con papel y bolígrafo. Ellos, nuestros hijos y el novio de nuestra
hija, quedarían para ir juntos al restaurante que habíamos acordado alrededor
de las nueve y cuarto. Yo, como sin pretenderlo, de pronto fingiría un arrebato
ilusionado por compartir una cena sin velitas para dos y así celebrar su
reciente cumpleaños. Se iba a resistir, pero mi insistencia sería tal, que no
habría lugar a una negativa. Sin dudar a donde ir, dirigiría el coche hasta el
lugar acordado. Aquí puede que sí que se extrañase porque por lo general soy más
bien de naturaleza indecisa.
Pero eso sería luego, porque poco antes de
comer habíamos decidido subir a la caseta de la terraza para bajar el árbol de
Navidad y los adornos y luces que lo engalanarían. Y ¡cómo no!, el Nacimiento. Ella
también nos ha transmitido a todos la ilusión por estas entrañables y
familiares fechas navideñas. No ha habido año, desde que compartimos nuestra
vida, que en el día de la Purísima,
no quede montado el árbol, puesto el Nacimiento y adornada la casa con algún
motivo navideño. Cuando había más espacio en la casa, montábamos con mucha
paciencia y cariño, un belén de proporciones considerables, incorporándole
algunos elementos mecánicos como un motorcito para hacer girar las aspas del
molino, incluso poniéndole luces a las casas por dentro.
Ya estaban todas las cajas con los
avalorios en la terraza, fuera de la caseta, y sólo quedaba introducir
desordenadamente y como fuera posible, un somier con patas y un colchón que había
que apoyar sobre un silloncito de mimbre. Yo estaba dentro de la caseta y ella
fuera. Colocamos el colchón en su sitio, pero al hacerlo tiramos una percha con
trajes de disfraces que había colgada de una inestable barra atravesada en la
viga del techo. Yo aguanto la barra por dentro y ella intenta volver a colgar
la percha pero no llega. El colchón nos separa y no veo nada, por lo que no
acierto a saber que es lo que está haciendo. Tan sólo escucho un leve ¡ay!, y
al asomar la cabeza por detrás del colchón, la veo allí, tumbada boca arriba en
el suelo, con gesto inequívoco de dolor en el rostro. ¡El pie! ¡El pie! ¡Un
esguince! ¡Un esguince!, repite entre leves gemidos.
Allí acabó la cena y la sorpresa de
encontrar a nuestros hijos cuando entráramos al restaurante.
Pero a cambio, siento la inmensa
satisfacción de estar el máximo tiempo posible junto a ella, y ayudarla,
quererla y satisfacerla cuanto pueda y sepa.
Luis Fernando Berenguer Sánchez.
7 de diciembre de 2012.
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