sábado, 8 de diciembre de 2012

Acontecimiento inesperado




Amanece cada día entre alegrías y tristezas. Nada ni nadie lo propicia ni lo impide. Amanece porque tiene que amanecer, porque la tierra rota sobre sí misma en torno a un imaginario eje que hace que, cada veinticuatro horas y algunos segundos, el sol vuelva a regalarnos su impagable luz; a no ser que esté nublado y sus rayos se vean obligados a atravesar el manto de nubes para iluminar sin brillo el día.

A partir de esa innegable certeza ya nada más depende de uno mismo. Puesto el pie en tierra al despertar (cada uno que ponga primero el que quiera), y planificado el día según las obligaciones u ociosidades que a cada cual le aten o distraigan, siempre podrá interferir o no el elemento imprevisible.

Todo pinta bien, las obligaciones han sido cumplidas según lo previsto, y es entonces cuando entran en escena el resto de actividades que han de satisfacer las inquietudes personales que a cada uno le agraden, distraigan o entretengan. En esas estamos esperando, ilusionados y en connivencia, el momento de sorprender al pilar fundamental de la familia. Aquella que con más fuerza tira del carro, que no se queja, que nos demuestra a cada minuto lo mucho que nos quiere, la que nos achucha a la menor ocasión, la que siempre está pendiente de nosotros, la que sufre en silencio y comparte alegrías.

El plan, perfectamente elaborado y mantenido en secreto durante bastantes días por todos los miembros de la unidad familiar, era perfecto. Ni la más mínima sospecha de que algo fuera a ocurrir pasaba por su imaginación. El día se prestaba para ello. Había sido difícil encontrar el momento en que todos pudiéramos coincidir a la hora de cenar. Viernes, siete de diciembre, a las nueve y media de la noche. Nosotros, ella y yo, estaríamos desarrollando nuestra labor preferida en las tardes de invierno cuando ya la luz del sol empieza a declinar, cada uno con su sitio fijo en el sofá, tapados con la falda de la mesa camilla y el brasero calentando a fuego lento. Brincando entre ordenador, televisión, libro o conversación; o como es ahora el caso, sin televisión y con papel y bolígrafo. Ellos, nuestros hijos y el novio de nuestra hija, quedarían para ir juntos al restaurante que habíamos acordado alrededor de las nueve y cuarto. Yo, como sin pretenderlo, de pronto fingiría un arrebato ilusionado por compartir una cena sin velitas para dos y así celebrar su reciente cumpleaños. Se iba a resistir, pero mi insistencia sería tal, que no habría lugar a una negativa. Sin dudar a donde ir, dirigiría el coche hasta el lugar acordado. Aquí puede que sí que se extrañase porque por lo general soy más bien de naturaleza indecisa.

Pero eso sería luego, porque poco antes de comer habíamos decidido subir a la caseta de la terraza para bajar el árbol de Navidad y los adornos y luces que lo engalanarían. Y ¡cómo no!, el Nacimiento. Ella también nos ha transmitido a todos la ilusión por estas entrañables y familiares fechas navideñas. No ha habido año, desde que compartimos nuestra vida, que en el día de la Purísima, no quede montado el árbol, puesto el Nacimiento y adornada la casa con algún motivo navideño. Cuando había más espacio en la casa, montábamos con mucha paciencia y cariño, un belén de proporciones considerables, incorporándole algunos elementos mecánicos como un motorcito para hacer girar las aspas del molino, incluso poniéndole luces a las casas por dentro.

Ya estaban todas las cajas con los avalorios en la terraza, fuera de la caseta, y sólo quedaba introducir desordenadamente y como fuera posible, un somier con patas y un colchón que había que apoyar sobre un silloncito de mimbre. Yo estaba dentro de la caseta y ella fuera. Colocamos el colchón en su sitio, pero al hacerlo tiramos una percha con trajes de disfraces que había colgada de una inestable barra atravesada en la viga del techo. Yo aguanto la barra por dentro y ella intenta volver a colgar la percha pero no llega. El colchón nos separa y no veo nada, por lo que no acierto a saber que es lo que está haciendo. Tan sólo escucho un leve ¡ay!, y al asomar la cabeza por detrás del colchón, la veo allí, tumbada boca arriba en el suelo, con gesto inequívoco de dolor en el rostro. ¡El pie! ¡El pie! ¡Un esguince! ¡Un esguince!, repite entre leves gemidos.

Allí acabó la cena y la sorpresa de encontrar a nuestros hijos cuando entráramos al restaurante.

Pero a cambio, siento la inmensa satisfacción de estar el máximo tiempo posible junto a ella, y ayudarla, quererla y satisfacerla cuanto pueda y sepa.


Luis Fernando Berenguer Sánchez.
7 de diciembre de 2012.

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