Transcurría el año mil novecientos setenta
y siete, apenas dos años después de la muerte de aquél que no tenía suficiente con
hacer lo que le daba la gana, sino que los demás ciudadanos de España también
tenían que actuar como a él le apetecía, por decirlo suave, y mutis, no fuera a
cabrearse.
Cursaba yo octavo de E.G.B. en un colegio
de Novelda, al que le tengo un enorme cariño. Recuerdo con absoluta claridad a
todos y cada uno de los profesores que se encargaron de poner a mi disposición
los conocimientos que atesoraban en sus respectivas materias y, como era
habitual en aquella época, hacerlo aplicando alguna dosis de disciplina que
variaba según la personalidad del profesor. Como bien se intuye, andaba yo
inmerso en plena adolescencia, y para enfocar
todavía más la situación, añado que pertenecía al grupo de los compañeros de
clase más tímidos e introvertidos, pero a la vez, al de los que más sobresalían
en cuanto a notas se refiere. Dado que en esa etapa de la vida cualquier
circunstancia es capaz de influir en el futuro comportamiento del ser humano,
tanto para bien como para mal, he de reconocer y confesar ahora, treinta y
cinco años después, que de entre todos los profesores muy buenos que tuve, hubo
uno muy especial. Aquel profesor fue capaz de marcar mi adolescencia y consiguió
incluso influir en mi posterior comportamiento en la vida, al que aún hoy sigo
fiel.
Con él aprendí mucho, muchísimo. Él me
introdujo en el maravilloso mundo de las matemáticas, haciendo que disfrutara
con ellas mientras estudiaba, y lo digo en serio. En aquel momento de dudas
existenciales, se abrió ante mí un universo en el que todo tenía una explicación,
y además, demostrable. Pura ciencia en donde no hay terreno para suposiciones
ni conjeturas, o lo sabes y lo demuestras, o estás perdido. Sus conocimientos y
métodos didácticos, entre los que destacaba el hacer participar al alumno en
cada tema que explicaba, siendo por tanto las clases más prácticas que teóricas,
le habían proporcionado un gran prestigio, tanto en la comunidad educativa como
en el pueblo en general.
Pero había algo más en él que lo hacía
todavía más peculiar, diferente. Y fue ese algo lo que digo que me marcó profundamente
para el resto de mis días. Aquellas marcas, las apreciables a simple vista,
desaparecieron a los pocos días, pero las otras, las del subconsciente, tantos
años después, todavía me estremecen cuando pienso en ellas y las recuerdo con
absoluta nitidez. Yo no fui responsable de nada, más bien fue una dejadez y
provocación suya lo que provocó su ira incontenida que descargó con violencia
sobre uno de los elementos más vulnerables del grupo, que acertó a estar cerca
de él en ese momento, al lado de la puerta, cuando él entraba en clase. Allí es
donde él mismo situaba al que en esa evaluación había obtenido las notas más
altas. Da igual lo que sucediera porque no justifica en absoluto su reacción. Lo
que no da igual, y nunca me dará igual, es que a medio metro de mí, no sólo me
increpara con gritos inentendibles delante del resto de compañeros, sin haber
hecho nada, repito, sino que además llevara su brazo derecho hacia atrás, y con
todas sus fuerzas, lo lanzara hacia delante, en semicírculo, haciendo impactar
la palma de su mano derecha sobre la parte izquierda de mi rostro. El tortazo me hizo
girar la cabeza hacia mi derecha e incluso desplazó mi canijo cuerpo hacia el mismo
lado. A continuación, aprovechó el impulso que llevaba su brazo, y al
devolverlo a su posición original, recorriendo el semicírculo en sentido
inverso, con el revés de la mano se tropezó voluntariamente con la parte sana
de mi cara.
Me ardían los mofletes, me pitaban los oídos,
se me inflamó el labio y parecía que me iba a estallar la cabeza. A los pocos días
tuvo conocimiento veraz, confesado por escrito por el responsable, de lo que
desencadenó su ruin comportamiento. (En la dictadura tenía que haber un
culpable que sufriera un castigo y sirviera de ejemplo al resto, sólo que él no
era dictador, era maestro, y la dictadura, aunque él fuera partidario, ya había
terminado, y además él no era quien para aplicar los métodos dictatoriales a su
antojo sobre los niños.) Aunque tuvo ocasión de ello, nunca se disculpó. Y además,
habitualmente, seguía ofreciendo su mano, impunemente, al rostro de sus alumnos,
incluso al de las chicas. Nunca antes nadie me había pegado ni nadie después me
ha vuelto a pegar.
Nunca más lo saludé, ni siquiera en las
cientos de veces que me he cruzado después con él por la calle. Al principio
era yo quien lo evitaba, pero enseguida me dí cuenta que también él me apartaba
la mirada. Durante muchos años esperé una disculpa que nunca llegó. Y aprendí
tanto de él, que nunca jamás le he pegado a nadie, y siempre, siempre, he
pedido una y mil veces disculpas hasta por lo que puedan pensar de mí.
Ya hace mucho tiempo que le perdoné, y
ahora, al dejar constancia de ello, parece que me haya sacado un peso imaginario
de encima.
Luis Fernando
Berenguer Sánchez.
17 de
noviembre de 2012.
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