sábado, 17 de noviembre de 2012

"El profesor"



Transcurría el año mil novecientos setenta y siete, apenas dos años después de la muerte de aquél que no tenía suficiente con hacer lo que le daba la gana, sino que los demás ciudadanos de España también tenían que actuar como a él le apetecía, por decirlo suave, y mutis, no fuera a cabrearse.

Cursaba yo octavo de E.G.B. en un colegio de Novelda, al que le tengo un enorme cariño. Recuerdo con absoluta claridad a todos y cada uno de los profesores que se encargaron de poner a mi disposición los conocimientos que atesoraban en sus respectivas materias y, como era habitual en aquella época, hacerlo aplicando alguna dosis de disciplina que variaba según la personalidad del profesor. Como bien se intuye, andaba yo inmerso en  plena adolescencia, y para enfocar todavía más la situación, añado que pertenecía al grupo de los compañeros de clase más tímidos e introvertidos, pero a la vez, al de los que más sobresalían en cuanto a notas se refiere. Dado que en esa etapa de la vida cualquier circunstancia es capaz de influir en el futuro comportamiento del ser humano, tanto para bien como para mal, he de reconocer y confesar ahora, treinta y cinco años después, que de entre todos los profesores muy buenos que tuve, hubo uno muy especial. Aquel profesor fue capaz de marcar mi adolescencia y consiguió incluso influir en mi posterior comportamiento en la vida, al que aún hoy sigo fiel.

Con él aprendí mucho, muchísimo. Él me introdujo en el maravilloso mundo de las matemáticas, haciendo que disfrutara con ellas mientras estudiaba, y lo digo en serio. En aquel momento de dudas existenciales, se abrió ante mí un universo en el que todo tenía una explicación, y además, demostrable. Pura ciencia en donde no hay terreno para suposiciones ni conjeturas, o lo sabes y lo demuestras, o estás perdido. Sus conocimientos y métodos didácticos, entre los que destacaba el hacer participar al alumno en cada tema que explicaba, siendo por tanto las clases más prácticas que teóricas, le habían proporcionado un gran prestigio, tanto en la comunidad educativa como en el pueblo en general.

Pero había algo más en él que lo hacía todavía más peculiar, diferente. Y fue ese algo lo que digo que me marcó profundamente para el resto de mis días. Aquellas marcas, las apreciables a simple vista, desaparecieron a los pocos días, pero las otras, las del subconsciente, tantos años después, todavía me estremecen cuando pienso en ellas y las recuerdo con absoluta nitidez. Yo no fui responsable de nada, más bien fue una dejadez y provocación suya lo que provocó su ira incontenida que descargó con violencia sobre uno de los elementos más vulnerables del grupo, que acertó a estar cerca de él en ese momento, al lado de la puerta, cuando él entraba en clase. Allí es donde él mismo situaba al que en esa evaluación había obtenido las notas más altas. Da igual lo que sucediera porque no justifica en absoluto su reacción. Lo que no da igual, y nunca me dará igual, es que a medio metro de mí, no sólo me increpara con gritos inentendibles delante del resto de compañeros, sin haber hecho nada, repito, sino que además llevara su brazo derecho hacia atrás, y con todas sus fuerzas, lo lanzara hacia delante, en semicírculo, haciendo impactar la palma de su mano derecha sobre la parte izquierda de mi rostro. El tortazo me hizo girar la cabeza hacia mi derecha e incluso desplazó mi canijo cuerpo hacia el mismo lado. A continuación, aprovechó el impulso que llevaba su brazo, y al devolverlo a su posición original, recorriendo el semicírculo en sentido inverso, con el revés de la mano se tropezó voluntariamente con la parte sana de mi cara.

Me ardían los mofletes, me pitaban los oídos, se me inflamó el labio y parecía que me iba a estallar la cabeza. A los pocos días tuvo conocimiento veraz, confesado por escrito por el responsable, de lo que desencadenó su ruin comportamiento. (En la dictadura tenía que haber un culpable que sufriera un castigo y sirviera de ejemplo al resto, sólo que él no era dictador, era maestro, y la dictadura, aunque él fuera partidario, ya había terminado, y además él no era quien para aplicar los métodos dictatoriales a su antojo sobre los niños.) Aunque tuvo ocasión de ello, nunca se disculpó. Y además, habitualmente, seguía ofreciendo su mano, impunemente, al rostro de sus alumnos, incluso al de las chicas. Nunca antes nadie me había pegado ni nadie después me ha vuelto a pegar.

Nunca más lo saludé, ni siquiera en las cientos de veces que me he cruzado después con él por la calle. Al principio era yo quien lo evitaba, pero enseguida me dí cuenta que también él me apartaba la mirada. Durante muchos años esperé una disculpa que nunca llegó. Y aprendí tanto de él, que nunca jamás le he pegado a nadie, y siempre, siempre, he pedido una y mil veces disculpas hasta por lo que puedan pensar de mí.

Ya hace mucho tiempo que le perdoné, y ahora, al dejar constancia de ello, parece que me haya sacado un peso imaginario de encima.



Luis Fernando Berenguer Sánchez.
17 de noviembre de 2012.

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