“La paz
empieza nunca” es el título del libro que en estos días tengo entre manos. El
contenido del mismo, sin menoscabo alguno a la importancia, no tiene nada de
excepcional. Se trata de uno más de los tantos libros que han tomado como
referencia la guerra civil española. Sí que tiene algunas particularidades. Por
ejemplo, el haber sido escrito en mil novecientos cincuenta y seis, veinte años
después del inicio de la contienda y contar la historia a partir de ese año y
hasta el medio siglo aproximadamente.
“Está
claro que entonces lo que no funcionaba era, nada menos, que la convivencia de
unos españoles con otros españoles. Aquí no nos podíamos ver la mitad de la
otra mitad. No nos aguantábamos, unos podíamos vivir y otros no”, dice en el prólogo.
Pero no
es esta paz, ni estos conflictos, ni estas diferencias ideológicas ni sociales
lo que me ha hecho reflexionar. La paz que parece no ya empezar, sino
estabilizarse, es la paz interior. Andamos a trompicones con los propios, los
ajenos y hasta con los extraños. Cualquier acontecimiento nimio o importante
puede provocar la alteración de esa paz personal que se tiene consigo mismo y
conseguir sumirnos en un estado de desasosiego del que en ocasiones es difícil
escapar. Nadie queda libre de este peligro emocional. Lo que sí que ocurre es
que no todos sufren por igual el paso por estos trances.
Todos los
que tenemos hijos y nos esforzamos por transmitirles lo mejor, sabemos de la
dificultad que, a determinadas edades, esto comporta. No hay libro de
instrucciones ni para cada edad ni para cada hijo. Aún del mismo padre y
paridos por la misma madre, la disparidad de caracteres puede ser tal, que lo
lleve a uno a equivocarse al utilizar un modo de actuación que funcionó con el
hijo mayor, pero que resulta una bomba con el menor. Y todo ello partiendo de
la base que ninguno de los dos que tengo ha sido ni es conflictivo. Siempre han
tenido un límite, flexible, por su general buen espíritu, comportamiento,
respeto y humildad; pero nunca han estado libres de firmeza cuando la ocasión
lo ha requerido.
Será que
la hermana mayor hace ya siete años que pasó por la difícil edad que tiene
ahora el menor, dieciséis años, que casi no recordaba los inconvenientes que
tiene transitar por esa etapa de la vida.
Será
también que este insignificante desencuentro ha coincidido con unos días que
tengo de descanso y dispongo de algún tiempo para poner por escrito lo que
siento. El caso es que no puedo evitar sentirme mal, a pesar de estar
absolutamente convencido de la posición que he adoptado y del apoyo
incondicional de mi mujer. Sé que él tampoco lo está pasando bien, pero no
quiero que piense que vale todo y que con el tiempo todo se olvida. Y lo que
más me importa que no piense, es que mis decisiones van contra él. El tema está
en conseguir que la cuerda no se tense hasta romperse, tener guardado un trozo
e ir soltándolo si es necesario al tiempo que se intenta conseguir que el otro
vaya dejando de estirar poquito a poco.
¡Es lo
que hay!
Luis Fernando Berenguer
Sánchez.
27 de diciembre de 2012.
Para que la cuerda no se tense, tenemos una poderosa arma:el diálogo desde la tranquilidad.Es importante evitar el efecto"bola de nieve".De todas formas, no existe el" Manual Universal" para adolescentes y,por tanto, nunca estamos libres de equivocarnos ni debemos sentirnos culpables por ello. Difícil tarea la de los padres.
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