Todo ocurrió en unos segundos que se
hicieron eternos. Allí estaba yo sin tener que estar. No tenía que haber pasado
por allí, pero pasé. En ese momento cumplía con la obligación de parar con mi
coche, en un cruce de calles, respetando una señal de stop. Al girar la cabeza
hacía la derecha para comprobar que no venía nadie, la vi. Cruzaba lentamente
la calle, algo encorvada hacia delante y con la mirada triste fija en ninguna
parte.
La curiosidad innata, que siempre nos
traiciona, me hizo mantener la cabeza girada hacia ella y mis ojos fijos en su
caminar. Al reparar en mí, nuestras miradas se encontraron. No fui capaz de
soportar la intensidad de aquellos ojos desafiando mi indiscreción. Tan solo
acerté a efectuar un ligero movimiento de cabeza hacia arriba, que pretendía al
mismo tiempo, saludar avergonzadamente y excusar mi atrevimiento.

Ella y yo nos conocíamos aunque nunca nos
llegamos a tratar. A su marido sí que le trataba. Casi todas las mañanas
coincidíamos en el bar, tomando café, antes de irnos a trabajar. Era un hombre
joven, corpulento, fuerte como casi todos los del gremio de camioneros al que
pertenecía. Listo, con una capacidad de reflexión y crítica propias de
cualquier letrado. Involucrado en cualquier asunto de la vida y totalmente al
día en los avatares políticos cotidianos. Luchador y consciente que la única
salida que nos queda en la difícil situación que atravesamos, sobre todo a
ellos, los autónomos y pequeños empresarios, es intentar mirar hacia delante
con perspectivas cortoplacistas, salvando el día a día y “aventando cuando haga
aire”. Por eso no tenía horario. Bien temprano ya subía a las canteras de
mármol a cargar bloques, transportar tablas, palets con losas; lo que fuera y
llevarlo adonde fuera. Tenía que pagar su camión, decía, y mantenerlo, repostar
gas-oil, cotizar como autónomo, y empresa complicada, que le quedara un digno
jornal.
Las manos de la mujer empujaban en ese
momento, delicadamente, una silla de ruedas. En ella iba ahora su marido. Una
figura casi esquelética, con las piernas encogidas formando un imposible ángulo
agudo, la cabeza ladeada hacia la izquierda, y reflejándose en su rostro, una
perpetua mueca que lo desfiguraba. Su corazón le asía a la vida a través de un
endeble hilo capaz de quebrarse al más mínimo contratiempo.
Ahora ya nada le importa. Ni siquiera es
consciente de nada. El tumor detectado en su cerebro lo ha apartado del devenir
diario, aunque de momento, no de la vida. No sé, ni creo que sepa nadie, si
podrá recuperar un mínimo de conciencia y de dignidad, o si por el contrario,
el día menos pensado dejará ese malvivir para siempre.
No digo que a mí no me importe nada, porque
sí que soy consciente de todo. Pero me miro y me toco, y pienso, y camino, y
como, y hablo, y…; y creo sinceramente que todo lo demás es secundario, aunque
no por ello, intrascendente.
Desde hace unos días ya no voy a tomar café
a ese bar. Estoy seguro que escucharía, dos banquetas a mi derecha, unas
acertadas y vehementes opiniones fluir en mi imaginación.
Es la vida, todo pasará, pero son duros
golpes difíciles de asimilar.
Luis Fernando
Berenguer Sánchez.
5 de agosto
de 2012.
Luchas por sobrevivir, peleas por tener éxito, amas, trabajas, vuelves a trabajar, te desesperas, lo hijos, la mujer, la casa, más trabajo y cim pum. Se acabó. Una vida entera, se acabó.
ResponderEliminar