viernes, 20 de julio de 2012

Bodas de plata de un barquito


El cielo, de una tonalidad uniformemente gris, dejando caer una liviana lluvia que calaba distraídamente los compuestos peinados y los elegantes trajes de los testigos, y que por momentos les fustigaba con esporádicas trombas de agua, les vio partir entusiasmados con ilusión veinteañera desbordante.

A pesar de la llovizna que tanto incomodaba, la mar, calmosa y engañadiza, esperaba paciente la partida. Nada ni nadie impidió que el barquito zarpara dejando tras de sí una alineada estela, que se abría ondeante en forma de uve perfecta, a medida que el velero se alejaba de la costa.

Una velocidad de crucero parsimoniosa pero constante, contribuía eficazmente a llegar a cada puerto sin sobresaltos y cumpliendo rigurosamente con los objetivos previstos. Acompasando siempre necesidades y posibilidades. Nunca la envidia ni el exceso de ambición fueron causa justificada de desestabilización alguna en la nave.

Pero no siempre el traicionero mar iba a permitir una singladura tan apacible y armoniosa. En alta mar, los navegantes, solos, aun teniéndose el uno al otro, comprobarían incrédulos, en más de una ocasión, como el poder del más insignificante temporal, era capaz de hacer zozobrar la pequeña embarcación. Tocaba entonces arriar velas, batirse en retirada más que en duelo perdedor, y sobre todo, aunar fuerzas para mantener firme el timón en la dirección deseada.

Siempre llega la calma después de la tempestad, y a fuerza de superar con éxito difíciles momentos tormentosos, se consigue consolidar eficazmente la unificación de fuerzas, que aplicadas sobre el timón, eviten que varíe el  rumbo de la embarcación.

El barquito ha surcado ya muchos mares y ha conseguido mantenerse a flote, a pesar de haber soportado la furia de fuertes temporales con mar gruesa, y en ocasiones, con olas de varios metros de altura, que quizá en algún momento pudieran haber dañado el mascarón de proa. Sin llegar a agrietarse, sí que es verdad que la estructura, aunque sólida, con el paso del tiempo y los fuertes golpes de mar, se va desvencijando poco a poco.

Pero no importa mucho, han sido demasiadas tormentas superadas con éxito, siempre con el mismo objetivo en común, y en todas las ocasiones, aferrándose los navegantes el uno al otro hasta la extenuación. Por viejo y deteriorado que se encuentre el vetusto barquito, bien merece la honorable distinción al mérito conciliador.

Van llegando momentos en la travesía que precisan escalas más cortas y menos ambiciosas. Pero el barquito sigue ahí, firme, navegando con rumbo fijo y velocidad constante, sin hacer aguas, manteniéndose a flote y llevando a los pasajeros al siguiente destino.

A estas alturas, por muy resquebrajada que esté la madera, el velero no se hundirá, ni los navegantes echarán por la borda tantos logros conseguidos juntos. Se han convertido, cada uno de ellos, en tabla de sostén y salvación del otro. Si la debilidad se precipita despiadada sobre alguno de los dos, juntos, echarán mano firme al viejo timón, y como antaño, mantendrán el rumbo, y como siempre, volverán a ver salir el sol.

Y si llegara el indeseado día en que al apreciado barquito no le soplara la brisa suficiente para que pueda seguir navegando, ¡qué importa ya!, orgullosos, los pasajeros, echarán pie a tierra para descansar eternamente en el puerto que les vio partir. Dejarán amarrada en el muelle la restaurada y remodelada nave, lista y a punto para que otros, con la misma ilusión que ellos en su día, la puedan volver a utilizar.

            Mientras tanto llega ese, esperemos que lejano día, los tripulantes tienen previsto apearse durante unas semanas de su barquito del alma. No dejarán de navegar, lo harán por unos mares muy lejanos, nunca antes surcados por ellos, a bordo de un inmenso barco que sorteará hábilmente los extraordinarios fiordos noruegos. Será una travesía en reconocimiento mutuo a las penas y  alegrías compartidas en los veinticinco años que llevan marcando el rumbo del modesto velero.

         ¡Va por ellos!, ¡y por el barquito!
Luis Fernando Berenguer Sánchez.
19 de julio de 2012.

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