viernes, 20 de julio de 2012

Quizá llegar a viejo...


El lector descubrirá en algunos pasajes del relato, citas o fragmnetos de una canción de Serrat: "Quizá llegar a viejo". Y hará bien en reconocer al maestro. Un servidor, con permiso del autor, se ha apropiado debidamente de la idea  y de algunos matices que ha desarrollado luego a su antojo. El relato ha quedado remasterizado con la propuesta de la Consellería de Sanidad de la Comunidad Valenciana de reducir el gasto en medicamentos para el colesterol.



En estos tiempos que corren, los únicos de los que disponemos y que nos ha tocado transitar, observamos como la sociedad no se caracteriza especialmente por ser excesivamente generosa con el individuo, más bien todo lo contrario. Las muestras de solidaridad son escasas salvando las honrosas excepciones. Pero quizá, por el grado de desprotección que tienen, por las circunstancias que concurren, por la inevitable vulnerabilidad a la que están sometidos, la sociedad y sobre todo sus dirigentes, son especialmente crueles en su trato con los viejos. Cuando uno ve como se trata a los viejos, uno descubre que el lema de “usar y tirar”, le ajusta perfectamente al individuo cuando se hace mayor, y a veces no tan mayor.

Porque la sociedad, después de haber exprimido al individuo, después de haberle sacado todo el jugo, lo condena al pacto del hambre convirtiendo su vida en una lucha por la supervivencia, lo humilla, y lo fuerza al ostracismo. Lo arrincona en la historia convirtiéndolo en fantasma con memoria, porque una de las muchas virtudes que tiene el individuo viejo es la memoria. Y esto no es sólo una canallada, es algo peor, es una demostración, clara y rotunda, de la insolvencia y la incapacidad de esta sociedad y sus dirigentes para solucionar sus propios problemas.

Porque seguro, que incluso ellos, que se han encontrado en esta maravillosa época, irrecuperable época, viviendo el momento maravilloso de su juventud, más o menos prolongada, coincidirán en que lo mejor que le puede ocurrir a uno con el paso del tiempo, quizá lo único que debiera ocurrirle a uno, sería envejecer con una cierta dignidad, sobre todo a aquellos que quieran envejecer. Y difícilmente nadie va a poder envejecer mañana con dignidad si los que hoy son viejos no pueden hacerlo.

Y eso es lo que les ocurre a esos niños que llegaron más lejos porque salieron antes, a los viejos.

Solo, recluído, ignorado, desorientado, el viejo se desmorona, se viene abajo. Su transitar por la vida se convierte en una continua pena, anímica y física. Todo achaque de salud adquiere naturaleza de trascendente y definitivo, haciendo de ello el motivo único obsesivo por el que su cerebro deba funcionar.

 Al viejo se le ríe el alma cuando se le visita, cuando se le escucha, cuando se le tiene en cuenta. Cuando se le pregunta, cuando se le hace partícipe, cuando se le encarga alguna tarea por intrascendente que sea. Cuando se le lleva a comer, aunque apenas coma, cuando se le pone una copita de vino, aunque apenas beba, cuando recoge a un nieto, cuando se siente uno más y no se le aparta después de habernos servido bien de él.

Siempre y cuando las piernas respondiesen y la mente fuera capaz de funcionar con la lucidez necesaria para seguir desenvolviéndose en la vida con absoluta o parcial independencia, quizá llegar a viejo sería más razonable, más apacible, más llevadero si todos, entendiésemos que todos, llevamos un viejo encima.

Por lo oído en estos últimos días, la Generalitat Valenciana ya ha tomado cartas en el asunto, y con informes de endocrinos, no de cardiólogos que echarían la propuesta abajo, pretende quitar la medicación para el colesterol a aquellos pacientes con niveles que no alcancen los 320. Algunos facultativos como Francisco Sogorb, Jefe de Cardiología del Hospital General de Alicante, ha declarado que: “no medicar con colesterol a 300, dañaría mi conciencia”; y además afirma que: "una tasa de colesteros alta, por sí sola, es un factor de riesgo para sufrir un infarto".

Ale, a limpiar la parva y a ahorrar un buen puñado de millones de euros con las jubilaciones que se van a dejar de pagar, debe de  pensar algún iluminado en la Consellería de Sanidad. (Seguro que no es así, pero da que pensar).


 Luis Fernando Berenguer Sánchez.
9 de agosto 2012.








Bodas de plata de un barquito


El cielo, de una tonalidad uniformemente gris, dejando caer una liviana lluvia que calaba distraídamente los compuestos peinados y los elegantes trajes de los testigos, y que por momentos les fustigaba con esporádicas trombas de agua, les vio partir entusiasmados con ilusión veinteañera desbordante.

A pesar de la llovizna que tanto incomodaba, la mar, calmosa y engañadiza, esperaba paciente la partida. Nada ni nadie impidió que el barquito zarpara dejando tras de sí una alineada estela, que se abría ondeante en forma de uve perfecta, a medida que el velero se alejaba de la costa.

Una velocidad de crucero parsimoniosa pero constante, contribuía eficazmente a llegar a cada puerto sin sobresaltos y cumpliendo rigurosamente con los objetivos previstos. Acompasando siempre necesidades y posibilidades. Nunca la envidia ni el exceso de ambición fueron causa justificada de desestabilización alguna en la nave.

Pero no siempre el traicionero mar iba a permitir una singladura tan apacible y armoniosa. En alta mar, los navegantes, solos, aun teniéndose el uno al otro, comprobarían incrédulos, en más de una ocasión, como el poder del más insignificante temporal, era capaz de hacer zozobrar la pequeña embarcación. Tocaba entonces arriar velas, batirse en retirada más que en duelo perdedor, y sobre todo, aunar fuerzas para mantener firme el timón en la dirección deseada.

Siempre llega la calma después de la tempestad, y a fuerza de superar con éxito difíciles momentos tormentosos, se consigue consolidar eficazmente la unificación de fuerzas, que aplicadas sobre el timón, eviten que varíe el  rumbo de la embarcación.

El barquito ha surcado ya muchos mares y ha conseguido mantenerse a flote, a pesar de haber soportado la furia de fuertes temporales con mar gruesa, y en ocasiones, con olas de varios metros de altura, que quizá en algún momento pudieran haber dañado el mascarón de proa. Sin llegar a agrietarse, sí que es verdad que la estructura, aunque sólida, con el paso del tiempo y los fuertes golpes de mar, se va desvencijando poco a poco.

Pero no importa mucho, han sido demasiadas tormentas superadas con éxito, siempre con el mismo objetivo en común, y en todas las ocasiones, aferrándose los navegantes el uno al otro hasta la extenuación. Por viejo y deteriorado que se encuentre el vetusto barquito, bien merece la honorable distinción al mérito conciliador.

Van llegando momentos en la travesía que precisan escalas más cortas y menos ambiciosas. Pero el barquito sigue ahí, firme, navegando con rumbo fijo y velocidad constante, sin hacer aguas, manteniéndose a flote y llevando a los pasajeros al siguiente destino.

A estas alturas, por muy resquebrajada que esté la madera, el velero no se hundirá, ni los navegantes echarán por la borda tantos logros conseguidos juntos. Se han convertido, cada uno de ellos, en tabla de sostén y salvación del otro. Si la debilidad se precipita despiadada sobre alguno de los dos, juntos, echarán mano firme al viejo timón, y como antaño, mantendrán el rumbo, y como siempre, volverán a ver salir el sol.

Y si llegara el indeseado día en que al apreciado barquito no le soplara la brisa suficiente para que pueda seguir navegando, ¡qué importa ya!, orgullosos, los pasajeros, echarán pie a tierra para descansar eternamente en el puerto que les vio partir. Dejarán amarrada en el muelle la restaurada y remodelada nave, lista y a punto para que otros, con la misma ilusión que ellos en su día, la puedan volver a utilizar.

            Mientras tanto llega ese, esperemos que lejano día, los tripulantes tienen previsto apearse durante unas semanas de su barquito del alma. No dejarán de navegar, lo harán por unos mares muy lejanos, nunca antes surcados por ellos, a bordo de un inmenso barco que sorteará hábilmente los extraordinarios fiordos noruegos. Será una travesía en reconocimiento mutuo a las penas y  alegrías compartidas en los veinticinco años que llevan marcando el rumbo del modesto velero.

         ¡Va por ellos!, ¡y por el barquito!
Luis Fernando Berenguer Sánchez.
19 de julio de 2012.

sábado, 14 de julio de 2012

Una peculiar reunión de amigos


Se ha convertido en un maravilloso ritual. La peculiar reunión de amigos se repite semanalmente, con respeto al horario y a las costumbres, los sábados al mediodía, alrededor de la una y media, en el Centro Deportivo Cucuch. Acuda quien acuda, el evento, cargado de ilusión, se produce. Está ahí, incluso por encima de los asistentes. El que no va, se lo pierde.

Son muchos años los que contemplan este excepcional acontecimiento. De los actuales participantes, todavía quedan algunos que se citaron un sábado a la hora de comer, para jugar una partida de tenis en la modalidad de dobles, con una paella de por medio que pagaban los perdedores. Por la imposibilidad que tenían algunos de jugar entre semana, eligieron ese día y esa hora, sin ser conscientes de lo que eso iba a suponer, para dar rienda suelta al deseo desbordante de echar una partida de tenis aunque fuera de semana en semana. Son muchísimas las personas que han pasado por esa consolidada partida. No voy a dar nombres porque seguro que me olvido de más de diez, y además, comparado con otros, relativamente soy un recién llegado, aunque ya lleve alrededor de quince años acudiendo a la cita semanal.

La partida en sí, tenía su prestigio. No es que jugaran los mejores, pero el nivel tenístico de los jugadores era más que aceptable. También hay que tener en cuenta que tampoco a todos les apetecía jugar a esa hora, prefiriendo la tarde del sábado o la mañana del domingo para satisfacer la incipiente afición al tenis.

Hoy en día, la tradición no sólo no se ha perdido, sino que ha cogido tal auge, que la afición en común que nos une ha derivado, en algunos casos, en sólida amistad. Hasta tal punto es así, que el hecho deportivo se está convirtiendo, cada día más, debido a la edad que vamos cumpliendo, en la excusa perfecta para pasar unas horas juntos los sábados. Unas veces acuden a la cita cuatro personas, otras veces son ocho los asistentes y en ocasiones nos llegamos a reunir doce. Según el número de jugadores, se organiza una partida, dos o incluso tres, siempre en la modalidad de dobles.

Un apretón de manos a la llegada al vestuario y unas bromas a cuenta del asunto más irrelevante o surrealista, conforman el protocolo de bienvenida a tan deseada y anhelada reunión. Nada de política, ni de economía, ni de trabajo, ni siquiera de salud. Ese día y durante esas horas, lo trascendente de la vida de cada cual, queda guardado en algún compartimento secreto del cerebro, que inteligentemente lo recluye y no lo deja escapar.

La edad de los amigos que allí nos reunimos oscila entre los casi cincuenta años que tienen los más jóvenes, hasta los sesenta y cinco que ya ha cumplido el incombustible veterano del grupo, y que es uno de los precursores del hecho que relato.

Pero las partidas no se organizan solas. Existe un maestro de ceremonias, una verdadera calculadora humana, un inagotable organizador, el maestro por excelencia en el uso de la mano izquierda. Durante la semana, él ya sabe cuántos vamos a ir, y mentalmente es capaz de distribuirnos para que las partidas no se repitan y para que además sean competidas. Si alguien de los habituales no puede acudir, tiene que notificárselo a él, y entonces, en cuestión de minutos, encuentra sustituto en alguien de los no habituales. A esta persona sí que la voy a nombrar, y además le reconozco su entusiasmo y su impagable labor. Se trata de José Manuel Martínez.

Las partidas transcurren entre risas y bromas, pero también con seriedad y hasta algunas veces con tensión y discusiones por bolas dudosas, aunque es prácticamente uno sólo el que discute las bolas. Dentro de la pista todos queremos ganar y el carácter de cada uno hace que el juego se desarrolle más tenso o más distendido, según los jugadores y el resultado, sin perder un ápice de competitividad. El  apretón de manos final no es más que el comienzo de esos momentos agradables por los que vale la pena sacrificarse y echar la partida de tenis.

Tras una reconfortante ducha, en la que se comentan las incidencias y el desarrollo de las partidas, nos reunimos todos en torno a una mesa, alrededor de las cuatro de la tarde, para comer juntos y beber dos tragos de cerveza. Aquí el ambiente ya es totalmente amistoso y distendido, y si alguien necesita liberar algo de lo que su cerebro estuvo hasta ahora recluyendo, poco a poco aquello irá saliendo y los demás escucharán y opinarán al respecto respetuosamente. La tertulia se prolongará por un tiempo prudencial durante la sobremesa, porque aquí no acaba todo, falta el colofón, la dulce guinda de la reunión. 

Si se puede, la partida se repite con las mismas parejas, pero no a tenis otra vez, sino al juego de las mil y una posibilidades. El juego estratégico en el que todos son expertos. Todos saben que ficha hay que poner en cada momento, todos le reprochan al compañero la jugada realizada, todos tienen en su cabeza el perfecto plan para que le vengan las fichas que busca y dominar. Pero todos se olvidan que juegan contra otros dos, que también piensan y también intentan reconducir la estrategia para que les sea favorable la jugada. Y también todos se olvidan que no todos somos expertos y que de vez en cuando ponemos la ficha que no hay que poner y perdemos. Es el DOMINÓ.

Aquí, en este momento de la convivencia, con la cerveza de la comida y una o dos copitas de menta mientras se juega al dominó, la pasión en algunos se desata. Las risas y las bromas alcanzan su máximo exponente, pero a la vez, las discusiones por la ficha mal colocada del compañero o por la estrategia mal utilizada, son algunas veces frecuentes.

LAS-TI-MA  QUE  TER-MI-NÓ  EL  FES-TI-VAL  DE  HOY…

Las miradas se cruzan con el jefe, -el sábado a la misma hora-, significan las miradas. Otro apretón de manos y un mucho de tensión liberada son argumentos más que suficientes para desear repetir al sábado siguiente el mismo guión.

Gracias a todos. Ahora sí que voy a dar algunos nombres sin importar el orden, atendiendo más o menos a la edad, a sabiendas que me dejaré alguno, pero quiero que los que somos hoy, se sientan reconocidos en esta reflexión:

Amador Poveda, Paco Pastor, José María Navarro, Pepito Sánchez, Fernando Pérez, Luis Tortosa (mi compi preferido), Juan Andrés Martínez, un servidor y el jefe, José Manuel Martínez.

A los que son menos habituales pero que acuden prestos cuando se les requiere: Jesús López, Ángel Amat, Jesús “el de Aspe”, Manolo Sánchez, Miguel Richart, Carlos Beltrá, Raúl Pastor.

A los que en su momento fueron habituales y por diversas circunstancias dejaron de serlo, pero que se les recuerda gratamente, Pepe Verdú y Antonio Navarro “Chumi”.

No puedo acabar sin mostrar un sentido reconocimiento a quien ha acudido a la cita siempre que se le ha llamado, aún sin ser un habitual y que ha jugado al tenis hasta que las ruedas le han dicho basta, el gran Diwar.

Cosas pequeñas como éstas hacen la vida más llevadera.


Luis Fernando Berenguer Sánchez.
14 de julio de 2012.