De las múltiples y variadas tareas que
acometí a lo largo de mi vida, nunca antes emprendí una aventura tan incierta
conscientemente. A pesar de la gran
dosis de ilusión que estoy aplicando, no me ayudan en nada mi escepticismo y el
desconocimiento absoluto de todas las sendas y caminos que he comenzado a
explorar por primera vez. Resultará imposible que no surjan comentarios
críticos a la nueva aventura que he emprendido, pero llegado un determinado momento
en la vida (a unos les llega antes y a otros después), ya no le importa nada a
uno lo que piensen de él. Es más, cualquier crítica contraria a lo que uno hace
o dice, debe ser recibida con agradecimiento, tomando buena nota y utilizándola
para seguir mejorando. Hacía muchos años que mi mente, y remarco que mi mente,
ya no estaba satisfecha con nada. Buscaba mil y una manera de distraerla y
mantenerla activa y ocupada. Hubo un tiempo, no demasiado lejano, en que sin
saber porqué y sin ser capaz de reaccionar con determinación y coherencia, mi
alma deambuló en la oscuridad sin ser capaz de reconocer, aceptar, afrontar y
solucionar aquello que fuera que impedía el más mínimo atisbo de luz al final
de aquel interminable túnel oscuro. Era una continua espiral envolvente y
descendente que todo lo arrastraba. Incluso me destrozó a mí, y lo que más
dolía era que estaba también llevándose por delante a quien más me quería
ayudar.
Pero aquello pasó. Salí de aquel túnel y
volví a ver la luz. Pero aquello, pienso ahora, me dejó tocado, porque ni el
sol que tanto brilla y que ciega si lo miras directamente, era suficiente para
que de vez en cuando, sin saber nunca porqué, lloviera en mi corazón. Y no
había motivos para ello. “Había leña al fuego, comida en el plato y entre las
sábanas dormía a mi lado un sueño grato” (Serrat).
Llegó un momento en que mi corazón se hartó
de mí. Protestó. Se rebeló. Explotó. Me avisó de que yo no podía seguir así.
Pinchazos, latidos fuertes, desmayos, dolor continuo. Hospital, pruebas, análisis,
más pruebas. Días que pasaban sin una respuesta a mi mal. Hasta que el último
día de mi estancia en el hotel de la enfermedad, el cardiólogo, más enfadado que
de broma, me soltó de sopetón parando la máquina que me realizaba una intensa
prueba de esfuerzo: ¡Vamos a ver joven!,
¿usted porqué está aquí? Me pilló desprevenido y no supe que responder.
Intenté volver a describir los síntomas que había tenido, pero sin dejarme
siquiera casi ni empezar, volvió a la carga: -todo eso ya lo sé. Su corazón es
de los más sanos que he examinado nunca, que fuera lo que fuese lo que me había
ocurrido, que buscase remedio en otro lugar. Y salí de allí desconcertado sin
saber a donde acudir. Me remitían a mi médico de cabecera, pero estaba de
vacaciones y el sustituto, de nacionalidad incierta, no puso demasiado empeño
ni interés en concederme la ayuda que iba casi suplicando. Los días eran
largos, pero las noches se fueron convirtiendo en insoportables. Un continuo
desasosiego impedía conciliar un necesario sueño más allá de dos o tres horas
seguidas. De esta guisa acudí a lo privado (no me sobraba el dinero, pero uno
desesperado, acude donde sea con tal de que le escuchen e intenten ayudarle). Y
así fue como, por necesidad fisiológica, caí en el mundo de la droga legal por
prescripción facultativa. Y me ayudó a descansar por las noches. Pero de ningún
modo, el preciado y ansiado elixir que todo lo cura a costa de inhibir el
sistema nervioso central, me auguraba en mis paréntesis de plena conciencia,
que aquello fuera a ser capaz de disipar los negros nubarrones que de vez en
cuando descargaban sobre mí fuertes chaparrones que me ahogaban. Por mi cuenta
y riesgo, queriendo ser siempre consciente de mis actos y no un mero zombi
adormilado de por vida, reduje hasta el mínimo la dosis del ansiolítico.
Propuse al galeno, el de cabecera que ya había vuelto de sus vacaciones
estivales, cambiar la medicación por otra menos inhibidora. Incluso así, seguí
reduciendo la dosis a lo mínimo que podía. Y mi corazón volvió a protestar.
Nuevo ingreso, que con los antecedentes, se redujo a un chute y a unas horas de
reposo y estabilización. Nada importante ya para el Servei Valencià de Salut.
Y ahí andaba yo jugando conmigo mismo y con
las drogas. Fiel a su cita nocturna conmigo, mi corazón me visitaba diariamente
cada noche despertándome a fuertes latidos, una vez disipado el efecto primero
del estupefaciente de turno al que ya me había hecho adicto. Pero bien saben
las cuatro o cinco personas, no más hasta el momento actual, que me conocen
bien, pero sobre todo una, que no pretendo que mi destino sea un chorro de baba
saliendo por la comisura de mis labios. Y sigo desafiando al destino y a mi
corazón, mintiendo al médico y drogándome lo menos posible de lo posible. Y así
me va. Un corazón al que hago sufrir en exceso y al que no permito que descanse
y me deje descansar a mí.
Hoy, nueve de marzo de dos mil catorce,
estoy en disposición de agradecerte, CORAZÓN,
que hayas sido y seas paciente conmigo, que hayas soportado mi
ingratitud, que hayas protestado insistentemente, que no me hayas dejado de
lado y abandonado, y que me hagas sentir que estoy vivo. Gracias.
Ahora, de la mano de tu persona, he
iniciado un viaje que no sé ni donde me va a llevar ni cuánto va a durar, ni
siquiera si va a acabar o va a ser eterno. Ya sabes de mi escepticismo que no
de mi cerrazón. Habrás observado que aplico una absoluta predisposición a
recorrer el camino y explorar un concepto del mundo y de mi propia vida que
nunca creí que se pudiera plantear. La noche de este día la voy a recordar con
gratitud. Mi corazón se dedicó a latir rítmica y tranquilamente, descansando,
no protestando y dejándome descansar a mí. Soy plenamente consciente de que
esto no va a ser definitivo, pero ya es un logro. Con toda probabilidad, esta
noche mi corazón volverá a recordarme que todavía no he hecho lo suficiente por
él, me volverá a despertar como lleva haciendo tanto tiempo, pero creo que
gracias al camino por el que me lleva el viaje en el que me has iniciado,
después de incontables noches, mi corazón descansó.
Y yo sigo aquí, queriendo ser plenamente
consciente de mis actos y procurando ser sensato conmigo y con mi manera de
pensar, pero necesitado de algo o de alguien (a lo mejor de mí mismo), para que
por fin mi existir sea más un disfrute y aceptación, que un sufrimiento y
rechazo.
El viaje, mi viaje, de tu mano, no ha hecho
más que empezar.
Luis Fernando Berenguer Sánchez.
9 de marzo de 2014.