Le conozco
desde que nació. Pero no le comencé a tratar hasta pasados bastantes años.
Hasta entonces, yo creo que ni él mismo se había parado a pensar en nada. Su
vida transcurría como la de casi todos los niños, creciendo, jugando,
estudiando, rebelándose ante casi todo, y de vez en cuando, transgrediendo
alguna que otra norma de conducta nada relevante. Debo decir que cuando comencé
a conocerle mejor no me gustó como era.
Casi siempre
está solo. A veces, paseando por la
orilla del río, intenta contar las estrellas; pensando, soñando. Se le ve eligiendo premeditadamente la dirección de sus pasos para evitar
cruzarse con nadie, y evitar así, cualquier saludo que le resultaría incómodo y
en ocasiones violento. Sus continuos pensamientos, siempre aprovechando la
voluntaria soledad, se reproducen en voz alta. Articula frases, comentarios y
respuestas que daría a los demás, si no fuera porque lo que él cree que es prudencia y
timidez, y que yo creo que las más de las veces es cobardía, no le produjeran
la sensación de que su opinión iba a provocar incomodidad y rechazo en los
demás. En cuestiones delicadas, en las que lo más probable es que la
conversación desemboque en discusión, cuando el nudo de su garganta no
consiguió acallar sus pensamientos, la euforia y el nerviosismo por lo
inhabitual de semejante comportamiento, le jugaron tan malas pasadas, que mil
veces se odió y maldijo.
No es capaz
de discernir si la gente le entiende o no. Pueden pensar que es un loco y él no
lo entiende, pero yo sé que él está intentando ser fuerte. Su único propósito
es seguir luchando para mantener viva la llama de la ilusión y encontrar el
camino de la cordura. Puede que alguna vez llore al precipitarse sobre él
vivencias del pasado que, para bien o para mal, marcaron su destino. Confía en
que nada de ello haya sido en vano. Dicen de él que es un hombre bueno. Algunos
se lo confiesan personalmente y él se sonroja y no sabe que decir. Sin embargo,
en su mente se producen constantes luchas para discernir qué es el bien y qué
es el mal. Cuando, en contra de lo habitual, su conciencia opta por la segunda
opción, no puede evitar sentirse satisfecho y mantenerse firme al principio en
torno a esa decisión. ¡Pobre de él! Avergonzado y solo otra vez, siempre decide
estas cosas solo, golpea impunemente con macizo mazo su manchada conciencia, y
antes que su decisión primera tome forma y se refleje en hechos, desanda el
camino y opta por lo que él cree el bien, o por lo que alguien le dice que es
el bien.
Pero no
siempre con todos se conduce así. Ese corazón, que en más de una ocasión le han
dicho que lleva en la mano, y que no deje tan a la vista de los depredadores
humanos, se le vuelve a veces roca insensible e irrompible. No puede evitar
sentirse mal, es una cuenta pendiente del pasado que todavía sigue presente, que
le persigue a diario removiéndole la conciencia, y sin embargo siente
impotencia al comprobar que es incapaz de reaccionar y hace poco por ablandar
del todo su corazón y abrirlo de una vez para siempre, antes que el tiempo
convierta en obstáculo infranqueable tal actitud. Se ha de dar prisa, debe
vencer sin cruenta lucha, con absoluta resolución y convencimiento, a ese
incomprensible orgullo que le hace manejarse así en determinadas ocasiones con
determinadas personas, y que puede que le hagan parecer lo que no es. No,
cuando lo analizo bien, me doy cuenta de que de orgulloso tiene poco. Quizá
pueda decirse de él que tienda al resentimiento. Cuando pierde su buena opinión
sobre alguien o algo, puede que la de perdida para siempre. A lo mejor, nada de
lo que piensa es cierto, y en verdad, esa apariencia de buenismo y humildad, no
es más que, unas veces indiferencia ante la opinión ajena; y otras, una
manera indirecta de presumir. Si alguna
vez tienen la fortuna o desdicha de conocerlo bien, se darán cuenta de que
cuanto digo de él, es cierto.
Luis Fernando Berenguer Sánchez.
31 de diciembre de 2013.
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