jueves, 27 de diciembre de 2012

La paz empieza nunca



“La paz empieza nunca” es el título del libro que en estos días tengo entre manos. El contenido del mismo, sin menoscabo alguno a la importancia, no tiene nada de excepcional. Se trata de uno más de los tantos libros que han tomado como referencia la guerra civil española. Sí que tiene algunas particularidades. Por ejemplo, el haber sido escrito en mil novecientos cincuenta y seis, veinte años después del inicio de la contienda y contar la historia a partir de ese año y hasta el medio siglo aproximadamente.

“Está claro que entonces lo que no funcionaba era, nada menos, que la convivencia de unos españoles con otros españoles. Aquí no nos podíamos ver la mitad de la otra mitad. No nos aguantábamos, unos podíamos vivir y otros no”,  dice en el prólogo.

Pero no es esta paz, ni estos conflictos, ni estas diferencias ideológicas ni sociales lo que me ha hecho reflexionar. La paz que parece no ya empezar, sino estabilizarse, es la paz interior. Andamos a trompicones con los propios, los ajenos y hasta con los extraños. Cualquier acontecimiento nimio o importante puede provocar la alteración de esa paz personal que se tiene consigo mismo y conseguir sumirnos en un estado de desasosiego del que en ocasiones es difícil escapar. Nadie queda libre de este peligro emocional. Lo que sí que ocurre es que no todos sufren por igual el paso por estos trances.

Todos los que tenemos hijos y nos esforzamos por transmitirles lo mejor, sabemos de la dificultad que, a determinadas edades, esto comporta. No hay libro de instrucciones ni para cada edad ni para cada hijo. Aún del mismo padre y paridos por la misma madre, la disparidad de caracteres puede ser tal, que lo lleve a uno a equivocarse al utilizar un modo de actuación que funcionó con el hijo mayor, pero que resulta una bomba con el menor. Y todo ello partiendo de la base que ninguno de los dos que tengo ha sido ni es conflictivo. Siempre han tenido un límite, flexible, por su general buen espíritu, comportamiento, respeto y humildad; pero nunca han estado libres de firmeza cuando la ocasión lo ha requerido.

Será que la hermana mayor hace ya siete años que pasó por la difícil edad que tiene ahora el menor, dieciséis años, que casi no recordaba los inconvenientes que tiene transitar por esa etapa de la vida.

Será también que este insignificante desencuentro ha coincidido con unos días que tengo de descanso y dispongo de algún tiempo para poner por escrito lo que siento. El caso es que no puedo evitar sentirme mal, a pesar de estar absolutamente convencido de la posición que he adoptado y del apoyo incondicional de mi mujer. Sé que él tampoco lo está pasando bien, pero no quiero que piense que vale todo y que con el tiempo todo se olvida. Y lo que más me importa que no piense, es que mis decisiones van contra él. El tema está en conseguir que la cuerda no se tense hasta romperse, tener guardado un trozo e ir soltándolo si es necesario al tiempo que se intenta conseguir que el otro vaya dejando de estirar poquito a poco.

¡Es lo que hay!

Luis Fernando Berenguer Sánchez.
27 de diciembre de 2012.

sábado, 8 de diciembre de 2012

Acontecimiento inesperado




Amanece cada día entre alegrías y tristezas. Nada ni nadie lo propicia ni lo impide. Amanece porque tiene que amanecer, porque la tierra rota sobre sí misma en torno a un imaginario eje que hace que, cada veinticuatro horas y algunos segundos, el sol vuelva a regalarnos su impagable luz; a no ser que esté nublado y sus rayos se vean obligados a atravesar el manto de nubes para iluminar sin brillo el día.

A partir de esa innegable certeza ya nada más depende de uno mismo. Puesto el pie en tierra al despertar (cada uno que ponga primero el que quiera), y planificado el día según las obligaciones u ociosidades que a cada cual le aten o distraigan, siempre podrá interferir o no el elemento imprevisible.

Todo pinta bien, las obligaciones han sido cumplidas según lo previsto, y es entonces cuando entran en escena el resto de actividades que han de satisfacer las inquietudes personales que a cada uno le agraden, distraigan o entretengan. En esas estamos esperando, ilusionados y en connivencia, el momento de sorprender al pilar fundamental de la familia. Aquella que con más fuerza tira del carro, que no se queja, que nos demuestra a cada minuto lo mucho que nos quiere, la que nos achucha a la menor ocasión, la que siempre está pendiente de nosotros, la que sufre en silencio y comparte alegrías.

El plan, perfectamente elaborado y mantenido en secreto durante bastantes días por todos los miembros de la unidad familiar, era perfecto. Ni la más mínima sospecha de que algo fuera a ocurrir pasaba por su imaginación. El día se prestaba para ello. Había sido difícil encontrar el momento en que todos pudiéramos coincidir a la hora de cenar. Viernes, siete de diciembre, a las nueve y media de la noche. Nosotros, ella y yo, estaríamos desarrollando nuestra labor preferida en las tardes de invierno cuando ya la luz del sol empieza a declinar, cada uno con su sitio fijo en el sofá, tapados con la falda de la mesa camilla y el brasero calentando a fuego lento. Brincando entre ordenador, televisión, libro o conversación; o como es ahora el caso, sin televisión y con papel y bolígrafo. Ellos, nuestros hijos y el novio de nuestra hija, quedarían para ir juntos al restaurante que habíamos acordado alrededor de las nueve y cuarto. Yo, como sin pretenderlo, de pronto fingiría un arrebato ilusionado por compartir una cena sin velitas para dos y así celebrar su reciente cumpleaños. Se iba a resistir, pero mi insistencia sería tal, que no habría lugar a una negativa. Sin dudar a donde ir, dirigiría el coche hasta el lugar acordado. Aquí puede que sí que se extrañase porque por lo general soy más bien de naturaleza indecisa.

Pero eso sería luego, porque poco antes de comer habíamos decidido subir a la caseta de la terraza para bajar el árbol de Navidad y los adornos y luces que lo engalanarían. Y ¡cómo no!, el Nacimiento. Ella también nos ha transmitido a todos la ilusión por estas entrañables y familiares fechas navideñas. No ha habido año, desde que compartimos nuestra vida, que en el día de la Purísima, no quede montado el árbol, puesto el Nacimiento y adornada la casa con algún motivo navideño. Cuando había más espacio en la casa, montábamos con mucha paciencia y cariño, un belén de proporciones considerables, incorporándole algunos elementos mecánicos como un motorcito para hacer girar las aspas del molino, incluso poniéndole luces a las casas por dentro.

Ya estaban todas las cajas con los avalorios en la terraza, fuera de la caseta, y sólo quedaba introducir desordenadamente y como fuera posible, un somier con patas y un colchón que había que apoyar sobre un silloncito de mimbre. Yo estaba dentro de la caseta y ella fuera. Colocamos el colchón en su sitio, pero al hacerlo tiramos una percha con trajes de disfraces que había colgada de una inestable barra atravesada en la viga del techo. Yo aguanto la barra por dentro y ella intenta volver a colgar la percha pero no llega. El colchón nos separa y no veo nada, por lo que no acierto a saber que es lo que está haciendo. Tan sólo escucho un leve ¡ay!, y al asomar la cabeza por detrás del colchón, la veo allí, tumbada boca arriba en el suelo, con gesto inequívoco de dolor en el rostro. ¡El pie! ¡El pie! ¡Un esguince! ¡Un esguince!, repite entre leves gemidos.

Allí acabó la cena y la sorpresa de encontrar a nuestros hijos cuando entráramos al restaurante.

Pero a cambio, siento la inmensa satisfacción de estar el máximo tiempo posible junto a ella, y ayudarla, quererla y satisfacerla cuanto pueda y sepa.


Luis Fernando Berenguer Sánchez.
7 de diciembre de 2012.

jueves, 6 de diciembre de 2012

Una gran sonrisa rodeada de mujer



Fue niña, morena y con abundante pelo. En su momento vino a colmar de felicidad a toda su familia, pero sobre todo a sus padres. Luego vendrían dos hermanos gemelos más que acabaron de llenar el espacio familiar, de hacer rebosar la satisfacción de padres y demás familiares; y sobre todo, de ocupar todo el tiempo de su madre.

No la conocí hasta que estaba a punto de cumplir tres años. Siguió morena, se convirtió en la princesa de la familia, se hizo cariñosa, le gustaba disfrazarse y hacer de artista; y se hizo guapa y las comisuras de sus labios tuvieron que estirarse para dar cabida a su incipiente sonrisa.

Su primer concierto de música, con cinco años, lo pasó la mayor parte del tiempo sobre mis hombros, actuaba Mecano. No recuerdo mucho del concierto, pero sí de mis hombros. Se convirtió, cada vez que la veía, en guardián de mis furtivas escapadas por la sierra del Cid con mi novia, su tía. Fue testigo de mi enamoramiento.

La vi crecer. En mi boda estuvo allí, rebosante de alegría, de gozo, vestida para la ocasión con su traje de comunión, portando, sonrisa en rostro, los anillos que sellarían mi matrimonio. La sonrisa ya no se le borró nunca más de su cara.

Creció y se hizo mayor, como todos los niños; durante sus años adolescentes y de estudios, estuvo algo más distante, como el resto de jóvenes. Y fue abanderada, “Abanderada Labradora”, en Petrer, en la fiesta de Moros y Cristianos. Y lució sonrisa y belleza hasta eclipsar la espectacularidad de los trajes que portaba. Y creció aún más, su sonrisa se hizo gigante, al igual que su corazón; y siguió guapa, muy guapa; y siguió cariñosa, muy cariñosa; y volvió a tener un trato mucho más cercano, cercanísimo, sobre todo con sus dos tías novelderas.

Y conoció a un chico y se enamoró. No podía ser de otra manera. El chico, educado, cortés, sencillo, humilde. Seguro que ella lo buscó también con sonrisa. O quizá, el quedó cautivo y contagiado de la sonrisa de ella.

Y se casaron. ¡Ah, eso sí!, se casaron como ellos quisieron, haciendo gala de una personalidad y de una sensatez dignas de admiración. Madre y abuela, abuela y madre, sufrieron un cierto descontento, que creo que superaron mucho antes de la celebración, en la que iba radiante. Y me concedieron el privilegio de conducirles en el coche de novios, una vez casados, hasta el salón de bodas en el que celebramos el acontecimiento.

Y llegó el día de la procreación. Pero antes del alba, un escalofrío atormentó sus pensamientos y el de todos aquellos que los queremos. Fue un chaparrón. El desánimo pudo con todos nosotros, pero no con ellos. Me impresionó verlos a los dos, cuando las alcantarillas se tragaron las últimas gotas de agua, con las sonrisas más grandes que he visto en mi vida (sus sentimientos recorrían sus venas y llegaban al corazón, pero no se exteriorizaban).

Pero el día volvió a llegar. Esta vez sí. El corazón ya se oyó latir en su vientre. Una de sus tías fue la afortunada de experimentar con ella la emoción de escuchar los primeros latidos del nuevo ser. Dice su tío Pepe el de Málaga que “va a zer niño, porque en la ecografía ze le ve una picha azí”.

Seguro que en los próximos meses, cuando tenga que salir y su padre esté presente, lo primero que saldrá y su padre verá, será la sonrisa más grande que nunca antes ha visto la humanidad.

Enhorabona Marisa y enhorabona Ignasi.



Luis Fernando Berenguer Sánchez.
Novelda, 5 de agosto de 2007.