lunes, 31 de diciembre de 2012
jueves, 27 de diciembre de 2012
La paz empieza nunca
“La paz
empieza nunca” es el título del libro que en estos días tengo entre manos. El
contenido del mismo, sin menoscabo alguno a la importancia, no tiene nada de
excepcional. Se trata de uno más de los tantos libros que han tomado como
referencia la guerra civil española. Sí que tiene algunas particularidades. Por
ejemplo, el haber sido escrito en mil novecientos cincuenta y seis, veinte años
después del inicio de la contienda y contar la historia a partir de ese año y
hasta el medio siglo aproximadamente.
“Está
claro que entonces lo que no funcionaba era, nada menos, que la convivencia de
unos españoles con otros españoles. Aquí no nos podíamos ver la mitad de la
otra mitad. No nos aguantábamos, unos podíamos vivir y otros no”, dice en el prólogo.
Pero no
es esta paz, ni estos conflictos, ni estas diferencias ideológicas ni sociales
lo que me ha hecho reflexionar. La paz que parece no ya empezar, sino
estabilizarse, es la paz interior. Andamos a trompicones con los propios, los
ajenos y hasta con los extraños. Cualquier acontecimiento nimio o importante
puede provocar la alteración de esa paz personal que se tiene consigo mismo y
conseguir sumirnos en un estado de desasosiego del que en ocasiones es difícil
escapar. Nadie queda libre de este peligro emocional. Lo que sí que ocurre es
que no todos sufren por igual el paso por estos trances.
Todos los
que tenemos hijos y nos esforzamos por transmitirles lo mejor, sabemos de la
dificultad que, a determinadas edades, esto comporta. No hay libro de
instrucciones ni para cada edad ni para cada hijo. Aún del mismo padre y
paridos por la misma madre, la disparidad de caracteres puede ser tal, que lo
lleve a uno a equivocarse al utilizar un modo de actuación que funcionó con el
hijo mayor, pero que resulta una bomba con el menor. Y todo ello partiendo de
la base que ninguno de los dos que tengo ha sido ni es conflictivo. Siempre han
tenido un límite, flexible, por su general buen espíritu, comportamiento,
respeto y humildad; pero nunca han estado libres de firmeza cuando la ocasión
lo ha requerido.
Será que
la hermana mayor hace ya siete años que pasó por la difícil edad que tiene
ahora el menor, dieciséis años, que casi no recordaba los inconvenientes que
tiene transitar por esa etapa de la vida.
Será
también que este insignificante desencuentro ha coincidido con unos días que
tengo de descanso y dispongo de algún tiempo para poner por escrito lo que
siento. El caso es que no puedo evitar sentirme mal, a pesar de estar
absolutamente convencido de la posición que he adoptado y del apoyo
incondicional de mi mujer. Sé que él tampoco lo está pasando bien, pero no
quiero que piense que vale todo y que con el tiempo todo se olvida. Y lo que
más me importa que no piense, es que mis decisiones van contra él. El tema está
en conseguir que la cuerda no se tense hasta romperse, tener guardado un trozo
e ir soltándolo si es necesario al tiempo que se intenta conseguir que el otro
vaya dejando de estirar poquito a poco.
¡Es lo
que hay!
Luis Fernando Berenguer
Sánchez.
27 de diciembre de 2012.
sábado, 8 de diciembre de 2012
Acontecimiento inesperado
Amanece cada día entre alegrías y
tristezas. Nada ni nadie lo propicia ni lo impide. Amanece porque tiene que
amanecer, porque la tierra rota sobre sí misma en torno a un imaginario eje que
hace que, cada veinticuatro horas y algunos segundos, el sol vuelva a
regalarnos su impagable luz; a no ser que esté nublado y sus rayos se vean
obligados a atravesar el manto de nubes para iluminar sin brillo el día.
A partir de esa innegable certeza ya nada más
depende de uno mismo. Puesto el pie en tierra al despertar (cada uno que ponga
primero el que quiera), y planificado el día según las obligaciones u
ociosidades que a cada cual le aten o distraigan, siempre podrá interferir o no
el elemento imprevisible.
Todo pinta bien, las obligaciones han sido
cumplidas según lo previsto, y es entonces cuando entran en escena el resto de
actividades que han de satisfacer las inquietudes personales que a cada uno le
agraden, distraigan o entretengan. En esas estamos esperando, ilusionados y en
connivencia, el momento de sorprender al pilar fundamental de la familia. Aquella
que con más fuerza tira del carro, que no se queja, que nos demuestra a cada
minuto lo mucho que nos quiere, la que nos achucha a la menor ocasión, la que
siempre está pendiente de nosotros, la que sufre en silencio y comparte alegrías.
El plan, perfectamente elaborado y
mantenido en secreto durante bastantes días por todos los miembros de la unidad
familiar, era perfecto. Ni la más mínima sospecha de que algo fuera a ocurrir
pasaba por su imaginación. El día se prestaba para ello. Había sido difícil
encontrar el momento en que todos pudiéramos coincidir a la hora de cenar. Viernes,
siete de diciembre, a las nueve y media de la noche. Nosotros, ella y yo, estaríamos
desarrollando nuestra labor preferida en las tardes de invierno cuando ya la
luz del sol empieza a declinar, cada uno con su sitio fijo en el sofá, tapados
con la falda de la mesa camilla y el brasero calentando a fuego lento. Brincando
entre ordenador, televisión, libro o conversación; o como es ahora el caso, sin
televisión y con papel y bolígrafo. Ellos, nuestros hijos y el novio de nuestra
hija, quedarían para ir juntos al restaurante que habíamos acordado alrededor
de las nueve y cuarto. Yo, como sin pretenderlo, de pronto fingiría un arrebato
ilusionado por compartir una cena sin velitas para dos y así celebrar su
reciente cumpleaños. Se iba a resistir, pero mi insistencia sería tal, que no
habría lugar a una negativa. Sin dudar a donde ir, dirigiría el coche hasta el
lugar acordado. Aquí puede que sí que se extrañase porque por lo general soy más
bien de naturaleza indecisa.
Pero eso sería luego, porque poco antes de
comer habíamos decidido subir a la caseta de la terraza para bajar el árbol de
Navidad y los adornos y luces que lo engalanarían. Y ¡cómo no!, el Nacimiento. Ella
también nos ha transmitido a todos la ilusión por estas entrañables y
familiares fechas navideñas. No ha habido año, desde que compartimos nuestra
vida, que en el día de la Purísima,
no quede montado el árbol, puesto el Nacimiento y adornada la casa con algún
motivo navideño. Cuando había más espacio en la casa, montábamos con mucha
paciencia y cariño, un belén de proporciones considerables, incorporándole
algunos elementos mecánicos como un motorcito para hacer girar las aspas del
molino, incluso poniéndole luces a las casas por dentro.
Ya estaban todas las cajas con los
avalorios en la terraza, fuera de la caseta, y sólo quedaba introducir
desordenadamente y como fuera posible, un somier con patas y un colchón que había
que apoyar sobre un silloncito de mimbre. Yo estaba dentro de la caseta y ella
fuera. Colocamos el colchón en su sitio, pero al hacerlo tiramos una percha con
trajes de disfraces que había colgada de una inestable barra atravesada en la
viga del techo. Yo aguanto la barra por dentro y ella intenta volver a colgar
la percha pero no llega. El colchón nos separa y no veo nada, por lo que no
acierto a saber que es lo que está haciendo. Tan sólo escucho un leve ¡ay!, y
al asomar la cabeza por detrás del colchón, la veo allí, tumbada boca arriba en
el suelo, con gesto inequívoco de dolor en el rostro. ¡El pie! ¡El pie! ¡Un
esguince! ¡Un esguince!, repite entre leves gemidos.
Allí acabó la cena y la sorpresa de
encontrar a nuestros hijos cuando entráramos al restaurante.
Pero a cambio, siento la inmensa
satisfacción de estar el máximo tiempo posible junto a ella, y ayudarla,
quererla y satisfacerla cuanto pueda y sepa.
Luis Fernando Berenguer Sánchez.
7 de diciembre de 2012.
jueves, 6 de diciembre de 2012
Una gran sonrisa rodeada de mujer
Fue niña, morena y con abundante pelo. En
su momento vino a colmar de felicidad a toda su familia, pero sobre todo a sus
padres. Luego vendrían dos hermanos gemelos más que acabaron de llenar el
espacio familiar, de hacer rebosar la satisfacción de padres y demás
familiares; y sobre todo, de ocupar todo el tiempo de su madre.
No la conocí hasta que estaba a punto de
cumplir tres años. Siguió morena, se convirtió en la princesa de la familia, se
hizo cariñosa, le gustaba disfrazarse y hacer de artista; y se hizo guapa y las
comisuras de sus labios tuvieron que estirarse para dar cabida a su incipiente
sonrisa.
Su primer concierto de música, con cinco
años, lo pasó la mayor parte del tiempo sobre mis hombros, actuaba Mecano. No
recuerdo mucho del concierto, pero sí de mis hombros. Se convirtió, cada vez
que la veía, en guardián de mis furtivas escapadas por la sierra del Cid con mi
novia, su tía. Fue testigo de mi enamoramiento.
La vi crecer. En mi boda estuvo allí,
rebosante de alegría, de gozo, vestida para la ocasión con su traje de comunión,
portando, sonrisa en rostro, los anillos que sellarían mi matrimonio. La
sonrisa ya no se le borró nunca más de su cara.

Y conoció a un chico y se enamoró. No podía
ser de otra manera. El chico, educado, cortés, sencillo, humilde. Seguro que
ella lo buscó también con sonrisa. O quizá, el quedó cautivo y contagiado de la
sonrisa de ella.
Y se casaron. ¡Ah, eso sí!, se casaron como
ellos quisieron, haciendo gala de una personalidad y de una sensatez dignas de
admiración. Madre y abuela, abuela y madre, sufrieron un cierto descontento,
que creo que superaron mucho antes de la celebración, en la que iba radiante. Y
me concedieron el privilegio de conducirles en el coche de novios, una vez casados,
hasta el salón de bodas en el que celebramos el acontecimiento.
Y llegó el día de la procreación. Pero
antes del alba, un escalofrío atormentó sus pensamientos y el de todos aquellos
que los queremos. Fue un chaparrón. El desánimo pudo con todos nosotros, pero
no con ellos. Me impresionó verlos a los dos, cuando las alcantarillas se
tragaron las últimas gotas de agua, con las sonrisas más grandes que he visto
en mi vida (sus sentimientos recorrían sus venas y llegaban al corazón, pero no
se exteriorizaban).
Pero el día volvió a llegar. Esta vez sí. El
corazón ya se oyó latir en su vientre. Una de sus tías fue la afortunada de experimentar
con ella la emoción de escuchar los primeros latidos del nuevo ser. Dice su tío
Pepe el de Málaga que “va a zer niño, porque en la ecografía ze le ve una picha
azí”.
Seguro que en los próximos meses, cuando
tenga que salir y su padre esté presente, lo primero que saldrá y su padre
verá, será la sonrisa más grande que nunca antes ha visto la humanidad.
Enhorabona Marisa y enhorabona Ignasi.
Luis Fernando Berenguer Sánchez.
Novelda, 5 de agosto de 2007.
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