Una cálida mirada y una cómplice sonrisa
son suficientes para establecer un lazo invisible entre un niño y una persona
adulta. Suaves susurros que embelesan contribuyen a forjar una complicidad
mutua distinta de cualquier otra relación afectiva. Es la querencia. Porque los
niños la tienen. Una querencia cariñosa y agradecida, fruto del sutil trato con
el que se les obsequia, sin agobiarlos, dejándoles hacer y estando atentos para
acudir prestos y amables a su reclamo.
El niño es listo, el niño ya conoce, y
sobre todo, el niño elige. Elige la dulzura, atención y firmeza paternales. Elige
la bondad y el consentimiento casi absoluto de sus abuelos. Elige la ternura de
sus tíos. Incluso elige, cuando la necesita, a aquella persona que le pueda proporcionar
algo tan sencillo y a la vez tan complicado como es paz.
El hermano, algo mayor, también tiene
querencia cuando necesita algo o a alguien. Y también elige. Elige a otros
niños, si los hay, para jugar y corretear, incluso para hacer travesuras. Pero
también sabe elegir a quien le sepa hablar y escuchar, a quien sea capaz de
quitarse de encima cuantos años hagan falta para que establezca con él un diálogo
de tú a tú. Elige a quien le entienda y explique, que sea paciente, que le siga
la corriente. Elige a quién, en un simple paseo por el monte, vaya hablando con
él, respondiendo al aluvión de sus preguntas de la forma más entendible
posible, argumentando una y otra vez cada una de las respuestas.
Siempre se gana al niño con la palabra, la
más eficaz de las armas. Es posible que a veces el niño se rebele, no atienda a
razones, y se enfade, y grite, y llore, y lance por los aires los anillos de
boda de sus tíos, o que haga mención de pegar a su hermano por una simple
cuestión de celos; pero siempre sucumbirá al extraordinario poder de una firme
palabra cuando sea necesaria.
Pero los niños se cansan. Después de
demasiadas horas incumpliendo horarios y costumbres rutinarias, asediado por
conocidos y desconocidos, agasajado por todos, harto de buscar lo
inencontrable, de deambular sin rumbo fijo a su libre albedrío, el niño
necesita un respiro. Ha rebasado su límite, y de la forma en que lo hace casi
todo, con arrolladora independencia, es capaz de buscar y elegir a quien le
entienda, y entonces, se deja llevar, se deja hacer, y una siesta tardía le
sobrevendrá mansamente. Aunque no sea largo el descanso, será suficiente para
devolverle el perdido aliento.
Al despertar alguien le coge en brazos. Todavía
somnoliento, descubre una cara conocida que le obsequia con una cómplice
sonrisa. El niño responde con una cándida mirada y para no romper el hechizo,
queda embelesado por unos susurros tiernos.
Para el hermano mayor, la suerte está echada.
Para él no hubo descanso. Hace ya tiempo que rebasó su límite, y ya se sabe, un
niño cansado es ingobernable. No entiende, no escucha, no razona. El propio
cansancio le desconcierta y no sabe reaccionar ante él. Siempre fue así, y esta
no iba a ser una excepción. Alguien tendrá que levar anclas en retirada, y esta
vez le tocó a su padre. Otras veces le tocó a su madre y algunas otras a los
dos. ¿A quién les iba a tocar? Es la mayor de las querencias, pero sobre todo es
la responsabilidad.
Luis Fernando Berenguer Sánchez.
30/06/201
