 Es Semana Santa de uno de aquellos años en
que uno no entiende demasiado de la
 Pasión de Cristo. La “palma” ya está en casa. Larga, más alta
que uno mismo y más larga que la del año anterior. Esos Domingos de Ramos
siempre había que estrenar algo, aunque las circunstancias hacían que algunas
veces fueran tan solo uno calcetines blancos, de aquéllos que no daban de sí, almidonados,
con agujeritos pequeños. Otros años, el presupuesto o las necesidades propias
del crecimiento, hacían que la prenda a estrenar fueran unos zapatos de charol,
que luego se guardaban exclusivamente para los domingos y festivos. También
podía caer algún jersey o unos pantalones cortos. Sí, digo bien, pantalones
cortos que hacían que los muslos se pusieran morados los días de frío. Era lo
habitual, los chicos llevaban pantalones cortos hasta una edad en la que los
pelos de las piernas empezaban a no ser agradables de ver. No faltaba tampoco
la foto en la Glorieta
o en la Plaza Vieja,
delante de Jorge Juan, firmes, asidos a la palma apoyada en el suelo.
Es Semana Santa de uno de aquellos años en
que uno no entiende demasiado de la
 Pasión de Cristo. La “palma” ya está en casa. Larga, más alta
que uno mismo y más larga que la del año anterior. Esos Domingos de Ramos
siempre había que estrenar algo, aunque las circunstancias hacían que algunas
veces fueran tan solo uno calcetines blancos, de aquéllos que no daban de sí, almidonados,
con agujeritos pequeños. Otros años, el presupuesto o las necesidades propias
del crecimiento, hacían que la prenda a estrenar fueran unos zapatos de charol,
que luego se guardaban exclusivamente para los domingos y festivos. También
podía caer algún jersey o unos pantalones cortos. Sí, digo bien, pantalones
cortos que hacían que los muslos se pusieran morados los días de frío. Era lo
habitual, los chicos llevaban pantalones cortos hasta una edad en la que los
pelos de las piernas empezaban a no ser agradables de ver. No faltaba tampoco
la foto en la Glorieta
o en la Plaza Vieja,
delante de Jorge Juan, firmes, asidos a la palma apoyada en el suelo. Uno ya no recuerda muy bien si sus padres
lo llevaban a ver alguna de las procesiones que se realizaban durante la semana,
hasta el Viernes Santo. Pero de ese día, sí que anidan en la memoria algunas
imágenes, como fotos fijas, de algunas Cofradías y Hermandades y de los tronos
que les acompañan en las procesiones. Tengo muchas, pero de entre las imágenes
más llamativas podría destacar la solemnidad del “Santo Sepulcro”, con Jesús
yacente, foto en la que veo a la gente puesta en pie al paso del trono. A la
cabeza de las dos filas de cofrades, dos bombos que se responden con rabia un
solo golpe, a intervalos de varios segundos, que se hacen eternos. Otra imagen
impactante, guardada en el recuerdo, es la de “Nuestro Padre Jesús”, con su
túnica morada, portando la cruz a cuestas y la corona de espinas sobre la
cabeza, camino del Calvario. Pero ya digo que de esos años, todo eso no son más
que fotos sin relación ni discernimiento.
Uno ya no recuerda muy bien si sus padres
lo llevaban a ver alguna de las procesiones que se realizaban durante la semana,
hasta el Viernes Santo. Pero de ese día, sí que anidan en la memoria algunas
imágenes, como fotos fijas, de algunas Cofradías y Hermandades y de los tronos
que les acompañan en las procesiones. Tengo muchas, pero de entre las imágenes
más llamativas podría destacar la solemnidad del “Santo Sepulcro”, con Jesús
yacente, foto en la que veo a la gente puesta en pie al paso del trono. A la
cabeza de las dos filas de cofrades, dos bombos que se responden con rabia un
solo golpe, a intervalos de varios segundos, que se hacen eternos. Otra imagen
impactante, guardada en el recuerdo, es la de “Nuestro Padre Jesús”, con su
túnica morada, portando la cruz a cuestas y la corona de espinas sobre la
cabeza, camino del Calvario. Pero ya digo que de esos años, todo eso no son más
que fotos sin relación ni discernimiento.
Si damos un pequeño salto en el tiempo,
tampoco demasiado, uno recuerda que acudía ya a la procesión del Viernes Santo,
en la que procesionan todos los pasos, con sus amigos. La procesión siempre se
veía dos veces. Una al principio, colocándonos a un lado, y otra en el tramo
final, situándonos ahora en el lado contrario. Había que hacer el  mayor acopio posible de caramelos, con los
bolsillos de  la chaqueta y del pantalón
a reventar. Era un bonito juego de desconocimiento sobre quien alargaba la mano
para ofrecernos caramelos y de incertidumbre, a la espera de ser obsequiado o
no por el capucho que pasaba por nuestro lado. 
Luego llegaría ya la adolescencia, y el
juego, aparte de consistir en descubrir quien era el que nos había dado los
caramelos, introducía la variante de observar los zapatos y la mano del cofrade
(si no llevaba guantes), para averiguar si era una chica la que nos obsequiaba.
Esta variante en el juego podía llegar a ser obsesiva hasta tal punto, que en
más de una ocasión nos íbamos al final de la procesión, a Plaza Vieja, para
esperar al capucho en cuestión y averiguar, en el momento de descubrirse, de
quien se trataba. Algo alejados y medio escondidos, asistíamos a ese
maravilloso momento de comprobar si la persona que iba bajo el capucho, era la
chica que nos gustaba. Un momentazo.
Y uno ya crece más, y hay un momento en el
que casi desconecta de este mundo de la Semana Santa. Siempre me llamó
la atención pero nunca lo suficiente como para involucrarme en ella y
participar como cofrade. Tampoco se dieron las circunstancias adecuadas que me
hicieran dar el paso. Ni en la familia ni en el grupo de amigos había nadie que
perteneciera a ninguna Cofradía. Haciendo una breve aclaración, añadiría, que
mi relación con la Iglesia Católica
ha tenido constantes altibajos. Los momentos de mayor acercamiento, dos sobre
todo, coincidieron con las comuniones de mis hijos. Fueron dos épocas, en las
que por coherencia y también por convicción, viví muy de cerca la religión
católica. Luego, la relación se ha vuelto a enfriar, pero reconozco que el poso
católico siempre ha estado ahí. Yo decía y digo, que soy católico no
practicante. El motivo no es otro que encontrar una barrera infranqueable que
moralmente me impide acercarme incondicionalmente a determinados postulados
retrógados, incoherentes y hasta despreciativos hacía a algunas personas, en
los que los máximos mandatarios de la Iglesia Católica se muestran
intransigentes. Alguno de esos postulados, que no voy a especificar, afecta
directamente a personas buenas, muy queridas por mí. Y mi elección es clara.
 Pero volviendo al tema, ya han pasado bastantes
años más, y a pesar de todo, mi poso católico, a mi modo, sigue intacto. Para
ser cofrade sólo faltaba que en algún momento concurrieran las circunstancias y
el momento adecuados para ello. El momento podría haber sido cualquiera, yo
mismo lo hubiera podido elegir, pero nunca lo hice. Por tanto, era necesaria la
circunstancia, que llegó en forma de persona apasionada por la Semana Santa. Era y es, uno de
los pocos del “paso”, que durante todo el año venden lotería para el último
sorteo del mes, con un beneficio nada extraordinario para el trajín que ello
conlleva. Es también uno de los hermanos que va empujando el carro en las
procesiones. Lo conocí en el trabajo. No estuvo demasiado tiempo allí, pero
desde el primer día encontré en él una cercanía de las que pocas veces se
encuentra. Pronto surgió el tema de la Semana
 Santa y del “pas” en nuestras conversaciones, y a las pocas
semanas, ya me empecé a quedar con un décimo de lotería de la Hermandad. La cosa se fue
calentando, y ese primer año, ya le quise pagar la cuota para apuntarme. No la
pagué, no me dejó. Me animó a que me hiciera la Vesta, que saliera en las
procesiones y añadió que el primer año tenían como norma no cobrar la cuota a
los que se apuntaban, que con el gasto del traje era más que suficiente. Así y
todo continué sin decidirme, y tuvo que ser mi mujer, Mari Carmen, la que en
connivencia con mi amigo, Luis Javier Cantó, urdieron la trama. Mi mujer compró
la tela para mi Vesta y para la de nuestro hijo Luis, y Luis Javier le prestó
un traje para que la modista se guiara a la hora de confeccionarlas. Por
descontado que tuve que ir a la modista, más que nada para que el traje saliera
de mi medida. Por ello ahora, les agradezco a ambos el empujón que me dieron y
que me convirtieron, por fin, en un cofrade tardío.
Pero volviendo al tema, ya han pasado bastantes
años más, y a pesar de todo, mi poso católico, a mi modo, sigue intacto. Para
ser cofrade sólo faltaba que en algún momento concurrieran las circunstancias y
el momento adecuados para ello. El momento podría haber sido cualquiera, yo
mismo lo hubiera podido elegir, pero nunca lo hice. Por tanto, era necesaria la
circunstancia, que llegó en forma de persona apasionada por la Semana Santa. Era y es, uno de
los pocos del “paso”, que durante todo el año venden lotería para el último
sorteo del mes, con un beneficio nada extraordinario para el trajín que ello
conlleva. Es también uno de los hermanos que va empujando el carro en las
procesiones. Lo conocí en el trabajo. No estuvo demasiado tiempo allí, pero
desde el primer día encontré en él una cercanía de las que pocas veces se
encuentra. Pronto surgió el tema de la Semana
 Santa y del “pas” en nuestras conversaciones, y a las pocas
semanas, ya me empecé a quedar con un décimo de lotería de la Hermandad. La cosa se fue
calentando, y ese primer año, ya le quise pagar la cuota para apuntarme. No la
pagué, no me dejó. Me animó a que me hiciera la Vesta, que saliera en las
procesiones y añadió que el primer año tenían como norma no cobrar la cuota a
los que se apuntaban, que con el gasto del traje era más que suficiente. Así y
todo continué sin decidirme, y tuvo que ser mi mujer, Mari Carmen, la que en
connivencia con mi amigo, Luis Javier Cantó, urdieron la trama. Mi mujer compró
la tela para mi Vesta y para la de nuestro hijo Luis, y Luis Javier le prestó
un traje para que la modista se guiara a la hora de confeccionarlas. Por
descontado que tuve que ir a la modista, más que nada para que el traje saliera
de mi medida. Por ello ahora, les agradezco a ambos el empujón que me dieron y
que me convirtieron, por fin, en un cofrade tardío. 
Y llegó el día, Martes Santo, siete y media
de la tarde, plaza de Santa Teresa de Jornet (San Roque). El carro, trono es
más correcto, ya está preparado en la puerta de la Iglesia de San Roque. Las
flores frescas y coloridas y los cirios encendidos dan majestuosidad al
conjunto escultórico de “Jesús Caído”, formado por las imágenes de Jesús Caído
con la cruz a cuestas, un trompeta y un sayón instando a Cristo a levantarse.
Impacta observar detenidamente la resignación y el sufrimiento que refleja el
rostro de Cristo y la agresividad del sayón. Los encargados del paso empiezan a
formar las dos filas delante del carro, una a cada lado. Van enganchando los
palos unos a otros con cuerdas y arneses. Comprueban que todos tienen la luz
encendida. Nos hacen ir avanzando para quedar en posición. Nos colocamos los
capuchos. Todo listo.
La banda de música comienza a tocar los
primeros acordes de una marcha procesional que no recuerdo. Las filas empiezan
a avanzar, cierro los ojos, doy gracias y un escalofrío recorre todo mi cuerpo
dejándome los pelos de punta. No puedo controlar las lágrimas que se deslizan
por mis mejillas. Por fin, muchísimos años después de haberlo deseado, ese
Martes Santo de dos mil nueve, comienzo a procesionar con la “HERMANDAD DE JESÚS
CAÍDO”.
Luis Fernando Berenguer Sánchez.
21 de marzo de 2013.
 


