Unos días con ilusión, otros con desdén, y
algunos más con impotencia y resignación, acicalo mi cuerpo y mi alma para
sumirme de lleno en la gran función diaria que es la vida. Esa misma que he
elegido, o que me ha tocado, porque a veces los límites entre lo que uno quiere,
y lo que tiene y es, están demasiado alejados.

Los equilibristas se afanan en poner en
práctica su estabilidad, algunas veces con poco éxito, en el equilibrio de la
mesura de la sensatez, de la honestidad, del respeto y de la exteriorización de
los sentimientos; que no de la externalización, es decir, que otros puedan llegar
a gestionar lo que uno siente, situación que interpretaría como preocupante.
Los malabaristas intentan mostrar su
habilidad a la hora de expresar sus pensamientos o sus sentimientos, y también
el modo en el que se relacionan con el resto de artistas que actúan en la gran
función, de modo que su comportamiento no genere confusión y sus acciones o
manifestaciones no puedan ser malinterpretadas.
Son imprescindibles, en este escenario, los
domadores de las fieras que algunos llevan, o llevamos dentro, y que tan a menudo causan
tantas disputas innecesarias. Unas veces somos domadores del animal ajeno y en
cambio otras, no nos queda más remedio que aceptar ser domados, más que nada
por nuestro bien; procurando en todo caso no caer en la sumisión ni pretender
sumir a nadie, que es cosa distinta. En bastantes ocasiones, más que domadores,
algunos, pero sobre todo algunas, pueden llegar a desempeñar el impagable papel
de elevadores del ánimo ajeno, cosa que más de uno agradecemos.
Algunos protagonistas de este gran circo tienen,
y en esto creo que coincidimos todos, una enorme facilidad para abrir la boca y
expulsar auténticas llamaradas de fuego que utilizan para intentar abrasar vivo
a todo aquel que se le atraviese, sin miramientos ni compasión. Una virtud para
nada elogiable y que me repugna extraordinariamente cuando, sin pretenderlo,
soy testigo de ello.
Y en toda representación circense suele
haber algún que otro mago o aficionado a mago. Pero es una constatación
empírica que la afición por la magia ha estado en auge en estos últimos años.
Los magos de nuestro circo hacen aparecer facturas por acciones u obras no
realizadas y hacen desaparecer dineros, o los cambian de bolsillos, o de
cuentas bancarias, e incluso una vez desaparecidos, los dineros claro, los hacen surgir en cuentas de bancos de
paraísos fiscales. Toda una demostración de magia que nos deja perplejos a los
no iniciados en la prestidigitación y que nos pone cara de tontos cuando
descubrimos el truco, porque de magia nada, desfachatez, y algo más que no me
atrevo a calificar por falta de conocimientos jurídicos. Los auténticos
ilusionistas son todos aquellos que consiguen cubrir sus necesidades básicas
con los cada vez menos recursos de los que disponen.
Y ya por último, nos quedan los auténticos
protagonistas de la función diaria y continua que es la vida. Éstos de hoy en
día, con un espíritu demasiado pobre para la responsabilidad que ostentan, ni
tienen gracia ni saben hacer reír. Más bien resultan patéticos cuando se
atreven a reír lo que ellos creen sus gracias. Intentan en vano utilizar juegos
de palabras, aforismos, eufemismos, abusar de la ironía sarcástica o descalificar
con comparaciones recurrentes y cansinas. E incluso mienten. Lo peor de todo,
es que la inmensa mayoría de este colectivo no ha conseguido su puesto a base
de méritos constatables. Alcanzan la gloria, y un gran número de ellos se sume
luego en el descrédito, pero bien retribuido por cierto, por obra y gracia de
la designación dedocrática o por decisión democrática de todos los demás
actores, cosa que, mientras no se demuestre lo contrario, les acredita, aunque
no es motivo para justificar sus desmanes.
Y no digo más, que los verdaderos payasos de
los circos no son estos, los auténticos tienen ante sí un complicadísimo reto,
arrancarnos de vez en cuando, aunque sea tímida, una simple sonrisa.
Luis Fernando Berenguer Sánchez.
19 de enero de 2013.