sábado, 19 de enero de 2013

El gran circo



Unos días con ilusión, otros con desdén, y algunos más con impotencia y resignación, acicalo mi cuerpo y mi alma para sumirme de lleno en la gran función diaria que es la vida. Esa misma que he elegido, o que me ha tocado, porque a veces los límites entre lo que uno quiere, y lo que tiene y es, están demasiado alejados.

Me imagino la vida como un gran circo en el que todos y cada uno de nosotros tenemos un importante papel que representar. La ovación por el éxito o los pitos por el fracaso no siempre son objetivos, así como tampoco dependen ambas situaciones exclusivamente de uno mismo. En la inmensa e imaginaria carpa, convivimos a un tiempo, y actuamos al unísono, todos los actores. Trapecistas, malabaristas, domadores, lanzadores de fuego por la boca, magos y como no, los más importantes actores de un circo, tanto para mayores como para niños, los payasos.

Los equilibristas se afanan en poner en práctica su estabilidad, algunas veces con poco éxito, en el equilibrio de la mesura de la sensatez, de la honestidad, del respeto y de la exteriorización de los sentimientos; que no de la externalización, es decir, que otros puedan llegar a gestionar lo que uno siente, situación que interpretaría como preocupante.

Los malabaristas intentan mostrar su habilidad a la hora de expresar sus pensamientos o sus sentimientos, y también el modo en el que se relacionan con el resto de artistas que actúan en la gran función, de modo que su comportamiento no genere confusión y sus acciones o manifestaciones no puedan ser malinterpretadas.

Son imprescindibles, en este escenario, los domadores de las fieras que algunos llevan, o  llevamos dentro, y que tan a menudo causan tantas disputas innecesarias. Unas veces somos domadores del animal ajeno y en cambio otras, no nos queda más remedio que aceptar ser domados, más que nada por nuestro bien; procurando en todo caso no caer en la sumisión ni pretender sumir a nadie, que es cosa distinta. En bastantes ocasiones, más que domadores, algunos, pero sobre todo algunas, pueden llegar a desempeñar el impagable papel de elevadores del ánimo ajeno, cosa que más de uno agradecemos.

Algunos protagonistas de este gran circo tienen, y en esto creo que coincidimos todos, una enorme facilidad para abrir la boca y expulsar auténticas llamaradas de fuego que utilizan para intentar abrasar vivo a todo aquel que se le atraviese, sin miramientos ni compasión. Una virtud para nada elogiable y que me repugna extraordinariamente cuando, sin pretenderlo, soy testigo de ello.

Y en toda representación circense suele haber algún que otro mago o aficionado a mago. Pero es una constatación empírica que la afición por la magia ha estado en auge en estos últimos años. Los magos de nuestro circo hacen aparecer facturas por acciones u obras no realizadas y hacen desaparecer dineros, o los cambian de bolsillos, o de cuentas bancarias, e incluso una vez desaparecidos, los dineros claro,  los hacen surgir en cuentas de bancos de paraísos fiscales. Toda una demostración de magia que nos deja perplejos a los no iniciados en la prestidigitación y que nos pone cara de tontos cuando descubrimos el truco, porque de magia nada, desfachatez, y algo más que no me atrevo a calificar por falta de conocimientos jurídicos. Los auténticos ilusionistas son todos aquellos que consiguen cubrir sus necesidades básicas con los cada vez menos recursos de los que disponen.

Y ya por último, nos quedan los auténticos protagonistas de la función diaria y continua que es la vida. Éstos de hoy en día, con un espíritu demasiado pobre para la responsabilidad que ostentan, ni tienen gracia ni saben hacer reír. Más bien resultan patéticos cuando se atreven a reír lo que ellos creen sus gracias. Intentan en vano utilizar juegos de palabras, aforismos, eufemismos, abusar de la ironía sarcástica o descalificar con comparaciones recurrentes y cansinas. E incluso mienten. Lo peor de todo, es que la inmensa mayoría de este colectivo no ha conseguido su puesto a base de méritos constatables. Alcanzan la gloria, y un gran número de ellos se sume luego en el descrédito, pero bien retribuido por cierto, por obra y gracia de la designación dedocrática o por decisión democrática de todos los demás actores, cosa que, mientras no se demuestre lo contrario, les acredita, aunque no es motivo para justificar sus desmanes.

Y no digo más, que los verdaderos payasos de los circos no son estos, los auténticos tienen ante sí un complicadísimo reto, arrancarnos de vez en cuando, aunque sea tímida, una simple sonrisa.


Luis Fernando Berenguer Sánchez.
19 de enero de 2013.

martes, 1 de enero de 2013

Comidas y cenas con móvil de última generación



Primera mañana del nuevo año. Todavía somnoliento, en silencio de almas que todavía no bullen después de una noche más o menos larga, y con la oscuridad que proporcionan las persianas bien bajadas, irrumpen en mi mente, con la humildad cierta que aporta el conocimiento de las aptitudes ajenas y la constancia de las limitaciones propias, una serie de pensamientos que prefiero no dejar escapar.

Minutos más tarde, entre sorbos de un cargado café, pequeños chutes de cafeína, y la paz que respira la estancia con la música de ambiente que aporta “EL CONCIERTO”,  ese por el que mi alma suspira, ese que no desearía no poder escuchar en directo algún primero de enero antes de pasar a la otra vida, van aflorando el “hardware” y el “software”.

Porque esto es muy importante. El hardware y el software se han convertido en elementos imprescindibles en nuestras vidas. Tanto como el comer, beber, dormir y no sé yo, si pueden llegar a competir con otras necesidades primarias inherentes a los seres vivos. Un software adecuado instalado en un buen hardware, con una buena conexión a Internet, son unos fantásticos aliados para convertir una comida o una cena con familiares o amigos, en algo absolutamente maravilloso para alguien gustoso de las buenas conversaciones y tertulias en torno a una mesa, mantel, algo de comida y pequeños sorbos de vino que sin duda avivan la lucidez.

Mejor. Así, hablando casi exclusivamente conmigo mismo y sin coincidir ni discrepar casi con nadie, soy testigo de como algunos de los comensales ven en mí al elemento que distorsiona la realidad; y yo mismo voy siendo consciente de mi paulatina sumisión en un estado, que se podría catalogar como anticuado. Casi todos los que rodean la mesa, andan a la gresca con sus artilugios, haciendo fotos y hablando por “wasap” con personas, seguro que más importantes que las allí presentes.

Uno, que lejos de apostarlo todo a las nuevas tecnologías, aunque acepte sus ventajas y las utilice habitualmente, y que se aferra a las tradiciones tales como las de seguir leyendo y escribiendo sobre papel, se atreve a retroceder en el tiempo y afrontar la difícil tarea de escribir sobre un papel adecuado con una pluma estilográfica, intentando utilizar una caligrafía propia de los mejores manuscritos de épocas pasadas.

A medida que la comida o cena va llegando a su fin, se va incrementando la actividad de los “iphones”, “iphades” o “androids”. En estas estamos cuando, de pronto, el único teléfono que suena es el obsoleto mío, sin más excelencias que las de hablar y mandar mensajes de texto, pagando claro. Porque los “wasaps” son gratis, ¡ja!. A continuación me llegan dos mensajes. Nada, amigos anticuados como yo; perdón no, me mandan mensajes porque mi teléfono no tiene “wasap”. ¡Jo!, ¡qué faena les hago a mis amigos!. Como es natural, atiendo y contesto a la llamada y a los mensajes. Pues bien, ya estamos casi todos, de cuerpo presente y alma ausente. La conversación y la tertulia queda pospuesta a la espera de distintos comensales.

Con sigilo, después de cenar la última noche del año, y justo antes, o después de las doce campanadas, no recuerdo bien, me escapo a poner el “lavavajillas” y desear a mis amigos de facebook un escueto y conciso ¡FELIZ 2013! Dos minutos apenas.

-¡Luisfer!, ¿ya te has enganchado?

Manda huevos.


Luis Fernando Berenguer Sánchez.
                                                                                                                                          1 de enero de 2013.