lunes, 16 de abril de 2012

De lo efímero...



La tenue luz de la bombilla de una lámpara de pie, ilumina mansamente las hojas de un libro abierto en manos de un ávido lector, inmerso en la historia que narra el autor del libro y acomodado en un antiguo sillón heredado. El día es gris, desapacible. A través del cristal de la ventana, con la persiana medio bajada, se aprecia el movimiento suave que la ligera brisa provoca en las ramas de los árboles. De fondo se escucha, de vez en cuando, el sonido de las gotas de lluvia al chocar contra el cristal de la ventana.

Hace pocos minutos que el lector ha apagado el ordenador. Había estado malojeando algunos periódicos, y se había detenido en algunos artículos de opinión de autores fiables. Dudó luego en si ir a sucesos, deportes, inicio o seguir en opinión por si se le había pasado algún artículo de interés. Desestimó todo lo anterior y decidió abrir su cuenta de facebook. Allí se encontró con siete notificaciones y dos mensajes, pero antes de verlos, quiso estar al día en las publicaciones nuevas que habían entrado desde su anterior visita. Pinchó en “Me gusta”, comentó o compartió las publicaciones, al tiempo que iban entrando nuevas notificaciones sobre lo que él había comentado o compartido. Y también iban entrando nuevas publicaciones.

Una vez se puso al corriente, abrió por fin las notificaciones, entre ellas dos solicitudes de vidas de no sé qué juego de bolas, a las que no hizo ningún caso. Los mensajes eran de un amigo cercano y de una amiga lejana. Respondió a ambos. Luego volvió a la página de inicio de facebook y comprobó que habían entrado cinco o seis nuevas publicaciones. ¡Jod...!, se le escapó un improperio, -¡Aquí no dura nada ni treinta segundos!-. Se puso a ver las publicaciones y volvían a entrar notificaciones. Empezó a aturullarse.

Así que apagó el ordenador, se acercó a su modesta pero apreciada librería, cogió el libro que tenía comenzado, encendió la luz de la lámpara de pie, se acomodó en su sillón y en menos de un minuto ya se encontraba cabalgando por la amazonía brasileña junto al príncipe D. Pedro de Braganza, hijo de D. Juan de Braganza, rey de Portugal allá por mil ochocientos veinte. El príncipe se había quedado, a la marcha de su padre, a cargo de Brasil, colonia portuguesa por aquél entonces.

De pronto, una voz que pronunciaba su nombre al otro lado del pasillo, lo rescató de los intensos avatares brasileños. No sabía qué hora era ni cuánto tiempo había compartido con D. Pedro y su esposa Leopoldina en aquél Brasil inquieto, próximo a independizarse. Cerró el libro, se levantó y se acercó a la ventana. Comprobó que había anochecido y que había dejado de llover.

Ahora, sí que se sentía satisfecho, relajado y con algunos conocimientos más de los que tenía antes de sentarse a leer, y mientras caminaba por el pasillo al reclamo de la voz que lo llamó, pensó que después de cenar volvería a abrir su cuenta de facebook, más que nada por ver si algún amigo o amiga había publicado algo nuevo, quizá tan interesante como efímero…

Luis Fernando Berenguer Sánchez.

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