CHANDRA.
Estaba sola en su habitación. Había anochecido. Se giró y
dio dos pasos para acercarse a la ventana. Descorrió la cortina. En su mano
izquierda sostenía una taza de te, de la que iba bebiendo a pequeños sorbos.
Alargó su mano derecha hasta el cristal y limpió el vaho dejando un espacio
indefinido para mirar. Llevaba diecinueve días sin salir de su casa más que a
comprar lo necesario.
Y frente a ella la vio. Allí estaba, luminosa, radiante,
llena. Percibió como si a través de ella, la tenue luz penetrase e iluminara
cada rincón interno, cada sombra escondida, cada deseo oculto e inconfesado. No
hizo nada por apartarse de la ventana ni por salir de ese estado contemplativo.
Tomó otro sorbo de te y permaneció en silencio con los ojos
cerrados, mientras observaba todo aquello a lo que, dentro de ella, le había
llegado la tenue luz y que luchaba por salir.
Se dio cuenta del inmenso poder del satélite, capaz de mover
mareas, de iluminar los rincones más oscuros, de activar la mente. Y sintió el miedo.
La presión en el pecho se hizo intensa, la bola del estómago tomó forma y ocupó
un lugar, el nudo en la garganta hizo que se le entrecortara la respiración. Su
cuerpo estaba tenso.
Permitió quedarse ahí, sintiendo todo lo que se le movía
dentro y recibiendo el influjo en forma de luz blanca difuminada. Se hizo
intenso el miedo, la frustración, la incertidumbre, la preocupación. Pero no
negó nada de lo que sentía ni lo apartó, se quedó sintiéndolo todo de forma
consciente.
No supo cuánto tiempo permaneció ahí. El siguiente sorbo de
te ya estaba frío. Respiraba pausadamente, la presión del pecho había
desaparecido, y la bola del estómago se había disuelto.
Volvió a mirar a través de la ventana y ella seguía ahí,
como mirándola, observándola, y casi se atrevió a pensar que le sonreía. Y en
su mente repitió varias veces: chandra, chandra, chandra... (así llamaba ella a
la luna).
Se sentía mejor.
Luisfer.